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Columna
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Nuevos caminos

Los ecos de la boda del siglo, celebrada en El Escorial, se van apagando. Y mientras la feliz pareja inicia ilusionada su vida en común, visitando ínsulas extrañas, el pueblo llano asume los dos nuevos símbolos mediáticos que el aznarismo ha instalado en las conciencias: que la sonrisa de Anita Aznar es la sonrisa del régimen, y que Alejando Agag se ha convertido en el yerno favorito de todas las damas de España. No sé si en esto consiste exactamente la monarquía parlamentaria, pero que el poder resida en el Ejecutivo en vez de en el jefe de Estado no debería acarrear efectos tan perversos: los descendientes de Felipe II ya no utilizan El Escorial más que para el descanso eterno, pero sí lo hacen sus plebeyos ministros. La notable discreción de los Borbones (sólo mancillada por el chalet con vistas, a sólo cuatro horas de la costa, que le han endosado al Príncipe) sigue dando lecciones a los que anhelan teñir de azul su sangre.

Mientras los señores de Agag disfrutan su luna de miel, un personaje no menos emblemático también inicia viaje: Pablo Mosquera. El médico gallego emprende una nueva etapa en tierras lucenses. La prensa de estos días ha destacado algunas de sus facetas más contradictorias. Yo he desplegado una particular combinatoria para llegar, creo, a la más escabrosa de todas ellas: ¿se puede ser de ELA y a la vez del Real Madrid? Confieso que Mosquera (de cuyo discurso disiento con la misma templanza con que Rajoy, esta misma semana, decía disentir del de Carod Rovira) siempre me ha parecido un tipo simpático. Tenía ese don, infrecuente entre los políticos, que ciertas mujeres de edad ponderan mucho: el de ser cariñoso. Mosquera era cariñoso. En un país atestado de bustos parlantes, esa actitud suya no deja de ser meritoria.

Hace algunos años, en que disfruté de una incomprensible (quizás injustificada) sucesión de premios literarios, un grupo de amigos de Vitoria me dio una cena (con premio y todo), algo que nunca agradeceré lo suficiente, aunque tal reconocimiento, a los 33 años que tenía, me pareció francamente obsceno. Mosquera apareció por allí y estuvo amable. A los tipos impresionables y sin personalidad definida, esas cosas no se nos olvidan. Como no se me olvida la cara de perro que me pusieron un día en el batzoki (yo tenía dieciséis años), cuando pasé por allí con la nada sospechosa intención de hacerme militante. Aquel anormal que me atendió me alejó para siempre de la vida partidista, cosa que siempre habré de agradecer a su mala educación. Ahora puedo disfrazarme de escritor independiente, pero además con el mérito de no cargar errores de juventud, como ésos tan graves que sí cargan, por el contrario, la mayoría de los filósofos constitucionalistas.

Mosquera nunca le hizo ascos a la palabra Euskadi (que yo creo que utilizaba profusamente, para desconcertar al adversario), esa palabra que a Mayor Oreja nadie le arrancaría ni manipulando sus grabaciones en un estudio de sonido. Por eso presiento que el fugaz éxito político del doctor gallego tuvo otros fundamentos; en particular, un tenaz antibilbainismo. En el País Vasco, denostar Bilbao es un extendido deporte. Y el antibilbainismo confeso de Unidad Alavesa resulta menos singular de lo previsto. Al fin y al cabo, son muchos los abertzales que comparten ese sentimiento.

A veces siento la tentación de impulsar un nuevo proyecto: el de Bilbao como ciudad-estado, porque, la verdad, nos tienen tantas ganas que uno ya no sabe qué pensar. Conozco nacionalistas del Goierri a los que poner el pie en Bilbao les causa alergia, aunque luego no le hagan ascos, si se tercia, a trasladarse a un adosado en la Llanada, bajo la égida de Ramón Rabanera, y si me apuran al casco urbano que gobierna el mismo Alfonso Alonso.

En fin, viajes que comienzan: los señores de Agag la vida marital y Pablo Mosquera, el secular regreso del gallego a la miña terra. Siempre es de bien nacidos desear lo mejor a los jóvenes matrimonios, sin parar en las dificultades de la institución, que ya conocemos los consortes. Y en cuanto al diputado foral, qué decir que no sea: mucha suerte, Doc.

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