¿Qué me hizo escritora?
ME PIDEN que lo explique. ¡Uf! Esto es como la maldición de Aracné. Al principio, Aracné urdía sus tapices con crines, destellos, alambres, briznas, hilachas, tallos... El resultado era desigual; a veces se le rompía una hebra, otras, el tejido le quedaba o demasiado compacto o demasiado esponjoso, pero ella seguía probando porque le agradaba extraordinariamente. Hasta que un día le salió uno sin nudos y sin hilos sueltos: un trazado sencillo, casi invisible, resistente y delicado pero que atrapaba todas las miradas. Lo presentó al concurso de tapices y lo ganó. Después, ya lo sabéis, se le obligó a repetir por los siglos de los siglos la originalidad de su invento. Pues bien, cuando yo solamente escribía no perdía el tiempo escribiendo sobre la acción de escribir, del porqué ni del para qué y muchísimo menos del cómo: lo hacía y se acabó. Ahora continuamente se me requiere para tejer círculos exactos sobre radios idénticos con mis propias secreciones; escarbar y escarbar en mi interior intentando averiguar fórmulas, intenciones y motivos. ¿Que qué me hizo escritora? La pregunta parece implicitar una especie de camino de Damasco, pero por más que lo piense no encuentro ninguna revelación decisiva, ningún momento crucial que le otorgara una entidad nueva al 'qué' del 'qué soy'. Siento defraudar pero las cosas no sucedieron así. Hablando con propiedad habría que decir que me hizo escritora el escribir; el escribir infatigablemente en cuadernos, márgenes de libros, servilletas, octavillas, sin dejarle al blanco ninguna oportunidad. Quizá añadiría que el escribir y corregir, el escribir y tachar, el escribir y romper. Claro que también puedo especular en sesenta líneas sobre si soy escritora por obra y gracia del arte o del destino, o del gusto por las palabras, o de la musa paciencia... tratando de hacer creer que estoy razonando pero tampoco es así. O por lo menos no es así del todo. Hay una notable diferencia entre confesar: 'Yo también escribo' y el afirmar: 'Soy escritora'. Escribir es una acción perecedera y mientras la realizas sólo eres 'actante'. Ser autora es una condición que se revela cuando la acción ha cesado y depende del significado que cobra la escritura por sí para los demás. Por eso la trascendencia no garantiza su eternidad, sino el que haya voces que, parafraseando a Auden, le oculten la muerte del poeta a sus poemas. Emily Dickinson dentro de su alcoba victoriana no fue sino una mujer que escribía con disciplinada pasión. Emily, como tantos configuradores secretos de universos, era su propio mundo, pues su realidad en ella nacía y limitaba con ella. Todo lo demás se sucedía ajeno a esa burbuja de belleza que se iba destilando en sus cuartillas, a ese punzón que cada día se afilaba. Ahora ese mundo oculto y silencioso pertenece a muchas autobiografías, es un irrenunciable país en el mapa de cada uno de sus lectores porque Emily ha encontrado mil dueños que disparan contra sí la carga inigualable de su fusil abandonado. Pero de no haberse publicado sus escritos o si aun publicados nadie se hubiera reconocido en ellos, Emily Dickinson formaría parte de la multitud de inexistentes. Si la identidad es lo que los otros nos atribuyen, todo lector que se identifique como mi 'tú' interlocutor, me hará escritora. Así de simple.
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