Releer en tiempos del cólera
Albert Camus definió a sus contemporáneos con una frase brutal: 'Fornicaban y leían los periódicos'. Escrita hace más de medio siglo, cuando el mundo descansaba en uno de sus escasos intersticios de paz, esta terrible definición ha alumbrado un parto todavía peor, pues en una inesperada herencia, el siglo XXI ha sucedido a sangre y fuego a los veinte anteriores, como si quisiera expulsarnos a todos de su seno. A finales de los últimos noventa, se dijo que el XX había sido el más trágico y breve de todos los siglos de la historia. Pero nos habíamos quedado cortos, pues si bien no comenzó hasta 1914, con el estallido de la primera gran guerra -que en número de víctimas combatientes ha sido todavía la mayor, esto es, la peor de la historia-, no había terminado aún cuando así lo creímos en 1989, con la caída del muro de Berlín. Quizá aquel siglo tan pequeñito no haya terminado de verdad hasta el 11-S del primer año del siguiente para que las puertas del infierno sigan abiertas de par en par prevaleciendo contra todos nosotros todavía. Pues si Sartre encontró que 'el infierno son los otros', también se había quedado corto: nuestro nuevo siglo ha descubierto que el infierno no son los otros, sino nosotros, y que además hay que seguir adelante. Malraux dijo -y sólo se equivocó en el sentido de la marcha- que nuestro siglo sería religioso 'o no sería', pero se le olvidó que las religiones, desde la Inquisición a Osama Bin Laden, también destruyen y matan: la ausencia de las Torres Gemelas así lo testimonia. Hoy apenas se fornica en el mundo desarrollado (ver resultados), y los periódicos están siendo transformados por la revolución informática. ¿En qué quedamos, es que acaso seguimos embarcados en otra ronda mortal de revoluciones'.
¿Qué podemos hacer por la literatura? Lo que ella hace por todos: enriquecernos, seducirnos y conocernos a la vez a nosotros mismos
No faltan las cumbres de la modernidad, Proust y Mann, ni el ambiguo erotismo contemporáneo de Nabokov, Miller y Duras
¿Y la literatura, que por su pro
pia razón de ser nos revela, testimonia y quiere siempre perdurar, qué viene a hacer aquí, qué podemos hacer por ella, si es que tenemos que hacerlo o todavía podemos hacer algo? Quizá sólo podremos hacer lo que ella misma pueda hacer por todos: enriquecernos, seducirnos y conocernos a la vez a nosotros mismos. Pero por mucho que queramos, aquí toda operación es individual, porque toda lectura lo es, la palabra 'nosotros' no nos juntará jamás, no cabe aquí colectividad alguna, pues así como la creación es individual -y por tanto privada- también lo es la lectura, que sólo se convierte en pública para regresar al terreno privado. Al menos, 'la lectura es secreto' (Rosa Chacel), como debe serlo el amor que es lo que más se le parece (Quignard), lo que paradójicamente les otorga a ambos claridad y estabilidad, y suprime todos los equívocos. Pues, como sucede con las religiones, las ciencias también destruyen prometiendo a los hombres la salvación eterna. La literatura, por el contrario, nos salva de todo orden y de toda norma predicando la belleza, esto es, la seducción, la inseguridad y la rebeldía. En ella se incumplen todas las reglas, el orden de los factores altera el producto, la cantidad nada tiene que ver con la calidad, la dialéctica desaparece, y aunque Flaubert decía que sólo podía pensar con la pluma en la mano, ni la estilográfica, ni la máquina de escribir, ni el ordenata han mejorado los textos escritos con pluma de ave o a martillazos. En arte no hay progreso cualitativo, no se olvide, aunque sólo la calidad -de la que todo el mundo entiende o así lo dice y basta- puede medir sus productos.
¿Y qué hacer con los cánones, esas muletas enmascaradas de estética aunque en verdad fabricadas por el mundo docente al servicio de la moral social y que a través de la economía (otra moral) sólo desembocan en el pensamiento único? Felizmente ahora podemos fabricarnos cada uno el nuestro, como lo demostró la polémica suscitada por el libro de Harold Bloom, que desembocó en miles de batallitas de cánones, y que el mejor gane. Y eso que ahora es el mercado el que intenta colarnos los suyos de matute, vive el cielo, es tan sencillo atacar al mercado en nombre de la sacrosanta literatura que ya no merece la pena y hasta da un poco de rubor (grima) insistir en ello; ya Sainte-Beuve lo dijo hace más de siglo y medio ('sobre la literatura industrial', 1839) al acusar a los folletinistas de multiplicar los diálogos para aumentar las líneas de sus páginas e incrementar así sus ingresos. Pues que les vaya bien y que el mejor gane de nuevo, desde luego (y por eso adoro la expresión francesa démultiplier, que dice justo lo contrario allí que en castellano). Al final, los cánones han muerto bajo sus mismos canonazos y se han convertido en catálogos de ventas. Y aquí lo único que podemos hacer es mejorar la oferta sin manipularla, desde luego, aunque eso es algo bastante difícil cuando no pretendemos otra cosa que mejorar las cuentas de resultados (que además siempre están falsificadas, véanse por ejemplo las listas de libros más vendidos).
Bien, ya que se ha abierto el juego a todos, EL PAÍS propone la suya bajo un lema a la vez antiguo y moderno: se trata de Clásicos del Siglo XX, como así tituló a finales de los cincuenta una de sus mejores colecciones el célebre editor y poeta José Janés, y allí, en lujosos tomos azules en piel oscura propuso a Sommerset Maugham, Knut Hamsun o hasta al propio Marcel Proust tras larga batalla contra la censura, que prohibió en principio su segunda mitad. Era una novedad buscar clásicos a mediados del siglo XX, pero a aquellas alturas su tiempo había ya pagado el suficiente tributo de sangre para merecerlos, y a las nuestras ya es agua tan pasada como los tiempos homéricos. Eran otros tiempos, otras dificultades, éramos menos libres, más pobres y quizá por todo eso éramos mejores, lo editábamos todo mejor y hasta completo.
Tampoco son todos porque de
uno en uno apenas cabe nada, como en las críticas literarias: pero son todos los que están, la lista es representativa, no se han olvidado las grandes líneas, ni lenguas, y así nos haremos la ilusión de que duraremos más. Aquí hay tres poetas que nos han configurado, sobre todo a los lectores de nuestra lengua, pues son Lorca, Neruda y Alberti, que nos representan al lado de Unamuno, Valle-Inclán, Ortega y Cela, mientras Borges, Rulfo, Carpentier y Cortázar nos acompañan a este lado del idioma y a los dos del Atlántico. Están esas cumbres de la modernidad que son Marcel Proust y Thomas Mann, la transición modernista (Virginia Wolf), la generación no tan perdida americana (Faulkner, Hemingway, Francis Scott Fitzgerald y Steinbeck), el existencialismo francés (Sartre y Camus) o escéptico-italiano (Moravia), el cuento de hadas nórdico-africano ('Isak Dinesen'), el ambiguo erotismo contemporáneo (Nabokov, Henry Miller y Marguerite Duras), la nostalgia histórica (Giuseppe Tomasi di Lampedusa), el documento (Truman Capote), el mar, la aventura y el colonialismo (Conrad), la rebelión política (Malraux), el simbolismo (Kafka, Hesse, Frisch y el milagro de Bulgákov), la poesía folclórica (Amado), la posmodernidad (Calvino), el subgénero (Hammet, Chandler), la nueva religiosidad (Böll) o la antigua (Greene), la vanguardia (Joyce) y la base del psicoanálisis que es Sigmund Freud. Total, tres poetas y otros tantos pensadores (son pocos) y todos los demás narradores, pues la novela es la reina del mercado. No son todos, pero todos lo son y su representatividad es incuestionable, no hay en la lista influencias efímeras de películas de moda, con corderos, caníbales o diarios de señoritas que quieren dejar de serlo.
No se trata de una operación mercantil más, aunque como en el fondo todas lo son, hay que observar la raíz estrictamente 'literaria' de la propuesta, sin más, pero también sin menos, pues no se trata tan sólo de leer, sino de 'releer', que es de lo que estamos hablando desde el principio. Pues se supone que todos los que leen ya conocen estos 40 libros, y ahora se trata de releerlos, ni más ni menos: de multiplicarnos a través de su multiplicación.
Porque en verdad ése es el verdadero tema. En principio, leer es releer y nada más, y quien no relea quizá no haya leído en verdad nunca del todo. Ya sabemos que leer es para empezar otra manera de escribir, que cuando leemos un libro estamos colaborando con su autor, que, aunque lo intente, nunca podrá perpetrarnos su libro de manera dogmática y rígida, como un mazazo incontrovertible. Por el contrario, los grandes libros son aquellos por los que entramos y salimos sin cesar, nos paseamos a nuestro antojo, elegimos sus pasillos y sus corredores, sus estancias, gabinetes y lechos para descansar o hacer el amor, sus puertas y ventanas para entrar y salir o arrojarnos a su través, los grandes libros son aquellos de los que nos apropiamos y que nos dejan siempre libres para ser o no ser libres de verdad, hasta para ser o no libres para leerlos o no. De esa misma manera, cada vez que releemos un buen libro -y aquí todos lo son, en medio de los gustos, filias, fobias y manías de cada uno- siempre advertimos que el libro cambia y nos cambia, se metamorfosea también a cada nueva lectura. Cada lectura depende sobre todo de un texto -a cuyo través tocamos a su autor y su creación al imaginarlo hasta quizá confundiendo con él nuestros propios rostros-, pero también del espíritu y la carne de su lector, del espacio y el tiempo en el que se enmarca su lectura, de las distancias entre su escritura, su aparición y su duración a lo largo del tiempo, del estado del cuerpo que lee, de sus sentimientos, sensaciones y pasiones, del clima que le rodea y así sucesivamente. Cada relectura crea un libro nuevo. Leer es multiplicar lo real y multiplicar a quien lee, toda relectura lo multiplica todo otra vez, y estas operaciones están a nuestra disposición sin parar y aquí disponen ustedes para empezar de estas 40, sin más trampa ni cartón, para vivir mejor, ser mejores y más ricos, para que la literatura sobreviva más y mejor en estos tiempos del cólera desatado por doquier, para que así todos puedan a su vez más y mejor sobrevivir, que la cosa no está ni se presenta demasiado fácil. Que ustedes relean bien y que me perdonen el sermón, que ya va habiendo demasiados.
Una colección esencial
Clásicos del Siglo XX es el título del nuevo coleccionable de EL PAÍS que se podrá adquirir con este diario entre el 15 de septiembre y el 15 diciembre. El primero de los 40 libros de esta colección se entregará mañana gratis con este diario. Se trata de Veinte poemas de amor y una canción desesperada y Los versos del capitán, del poeta chileno y premio Nobel Pablo Neruda. A partir del próximo viernes, los lectores podrán hacerse con una colección de títulos que han alcanzado la condición de libros imprescindibles del siglo XX. Cada semana se podrán adquirir tres de estas obras. La relación de autores en orden alfabético es la siguiente: Rafael Alberti, Marinero en tierra; Jorge Amado, Los viejos marineros; Heinrich Böll, Opiniones de un payaso; Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia; Mijaíl Bulgákov, El maestro y Margarita; Italo Calvino, El barón rampante; Albert Camus, El extranjero; Truman Capote, A sangre fría; Alejo Carpentier, El siglo de las luces; Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte; Raymond Chandler, El largo adiós; Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas; Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas; Isak Dinesen, Memorias de África; Marguerite Duras, El amante; William Faulkner, El ruido y la furia; Francis Scott Fitzgerald, Suave es la noche; Sigmund Freud, Tres ensayos sobre teoría sexual; Max Frisch, Homo Faber; Federico García Lorca, Romancero gitano y Poema del cante jondo; Graham Greene, El poder y la gloria; Dashiell Hammett, El halcón maltés; Ernest Hemingway, El viejo y el mar; Herman Hesse, El lobo estepario; James Joyce, Dublineses; Franz Kafka, La metamorfosis y otros relatos; André Malraux, La esperanza; Thomas Mann, La muerte en Venecia; Henry Miller, Trópico de Cáncer; Alberto Moravia, La romana; Vladímir Nabokov, Lolita; José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas; Marcel Proust, La fugitiva; Juan Rulfo, Pedro Páramo; Jean-Paul Sartre, La náusea; John Steinbeck, Las uvas de la ira; Miguel de Unamuno, Niebla; Ramón María del Valle-Inclán, Tirano Banderas, y Virginia Woolf, Orlando.
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