_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La caída

Declaraba hace unos días en una entrevista Condoleeza Rice que por fin se había descubierto la amenaza. Oculta desde la caída del muro, aquella habría mostrado su rostro en los atentados de Washington y New York del 11 de septiembre del pasado año. Me llamó la atención ese acento en la amenaza como si fuera algo eterno y persistente, mutable como un Proteo cuyo rostro hubiera que descubrir tras las metamorfosis que adopta en cada época. Está ahí, aunque no la veamos, sólo es necesario buscarla y descubrirla. O esperar a que se manifieste. O inventarla. Y de verdad que no supe trazar la barrera entre temor y necesidad en las palabras de la político norteamericana. No supe discernir si la queríamos o si la repudiábamos. Y me preocupa esta ambigüedad, que creo percibir igualmente en los ardores bélicos de estos últimos días. Nunca en tiempos recientes se había argumentado a favor de la guerra con tanto entusiasmo. Descubierta la amenaza, hemos descubierto el Mal y conviene atajarlo de raíz si queremos salvar la civilización. Y no caben las posturas tibias ante la dimensión del peligro.

Es curioso que los argumentos estén siendo desplazados por supuestas actitudes morales. Al mal se lo enfrenta o se cede ante él, de ahí que las posturas estén a la orden del día y no los análisis o las estrategias. Si estamos contra el mal, y no cabe duda de que lo estamos y de que debemos estarlo, la postura más extrema queda siempre libre de sospecha, ya que no necesita demostrar que está, en efecto, contra quien se debe estar. A partir de ahí, la demagogia puede hacer el resto y ampliar las fronteras del mal hasta los límites mismos de la confrontación: quien no está a favor de la guerra es que forma parte del enemigo, forma parte del mal o ha cedido ante él. Una peligrosa dialéctica que exime además de responsabilidades ante el desastre, porque contra el mal siempre se hace lo que se puede. Sobredimensionado, nos vuelve tan frágiles, que un desastre ante él siempre será un error o una fatalidad, nunca un delito. La victoria, por el contrario, nos magnifica. Y es que el mal no es un enemigo contra el que podamos medir nuestras fuerzas. La lucha contra el enemigo requería de tácticas y estrategias que partían de una equidad de principio: el enemigo estaba a nuestra altura. Y la derrota juzgaba. Nada de esto ocurre con el mal, que parece trascender la condición de enemigo. La victoria contra él instaura el Bien, pero ¿qué se sigue de la derrota? El riesgo del mal estriba en que quizá no sea más que un disfraz que le ponemos al enemigo para legitimar la barbarie.

Nadie crea que rechazo la posibilidad misma del mal, al contrario. 'El mal', escribe Rüdiger Safranski, 'pertenece al drama de la libertad humana; es el precio de la libertad'. Pero cuando lo objetivamos y lo apartamos de nosotros, cuando lo situamos enfrente y no como un riesgo propio, que nos pertenece, puede ser el aniquilador de la libertad. Ese es el peligro al que nos estamos sometiendo enfrentando precisamente mal y libertad. Sabemos dónde está la amenaza, pero eso no nos libra de convertirnos nosotros mismos en una amenaza contra valores ante los que parecemos volvernos ciegos. De las lecciones que pudimos extraer de los ataques del 11-S, sólo nos hemos quedado con una: el mal está en todas partes, pero es siempre el otro. Conviene, pues, atrincherarnos para ahuyentar de nosotros a ese otro y evitar todo riesgo de que se nos identifique con él. Las consecuencias de ese delirio son previsiblemente liberticidas y parecen ser ya una realidad en los EE. UU, aunque no sólo en ese país.

Como afirmaba Benjamín R. Barber en un soberbio artículo publicado hace unos días en este periódico, en la lucha contra el terrorismo global la verdadera cuestión no es moral, sino pragmática, aunque yo no opondría ambos términos. Que el terrorismo es uno de los males mayores que nos amenazan y que debemos luchar contra él es algo que sabemos y aceptamos. Uno de los males mayores, insisto, pero no el Mal. Es esta sobredimensión ontológica la que obstaculiza el ejercicio de la razón e impide el libre juego de ideas que todo pragmatismo requiere. Impide también el reconocimiento de nuestras deficiencias y de nuestra propia propensión hacia el mal. Pero quizá sea ese revestimiento moral, más que soluciones efectivas, lo que el poder necesita para llegar a ser absoluto, y acaso sea esto último, y no otra cosa, lo que hoy se dirime ante nuestros ojos y con nuestras vidas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_