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Columna
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Intransigencia

Las tardes de los domingos y en torno al puente de san José del Jardín del Turia de Valencia se vienen congregando unos dos millares de ecuatorianos que residen y supuestamente trabajan en la capital. La cifra, además, sigue creciendo. Acuden solos, con sus familias y romances en busca, como es lógico, de sus prójimos y de sus raíces para recomponer en lo posible el entorno patrio más entrañable. En las inmediaciones a este gran asentamiento se reúne alguna otra colonia iberoamericana, como la colombiana, pero apenas significativa ni comparable con esta Plaza Mayor del Ecuador que semanalmente se avecina a la vera del Portal de Serranos.

Ocupan su ocio jugando al balón-volea sobre media docena de canchas que ellos mismos han improvisado. Una rareza deportiva, por cierto, en una etnia de tan corta alzada. Cocinan y comercian con sus guisos indígenas sazonados con ignotas y aromáticas especias. Consumen fabulosas cantidades de cerveza y refrescos. Proveen servicios de peluquería instalados a la sombra de las jacarandas. De vez en cuando alguien perora o predica. A menudo bailan al ritmo de sus sones nativos. También es verdad que mean donde pueden, entre las adelfas, los setos y contra los seculares sillares de los puentes y el muro del cauce. No doy fe, y acaso es mentira, que se aventuren en aguas mayores, como denuncia un corresponsal del diario Levante que se confiesa militante del PP, quizá para acreditar méritos ultramundanos.

Lo dicho revela, cuanto menos, que estamos ante un fenómeno social, migratorio y cívico de notable dimensión, tanto por el tiempo que se viene prolongando como por su densidad y peculiaridad humana. El vecindario más inmediato, el del Llano de la Zaidía, en cambio, lo juzga sumariamente molesto por ruidoso y contaminante. De su alegado se desprende, incluso, que se siente despojado, siquiera sea por unas horas, de un espacio que reputa exclusivo, como si el lecho del viejo río se redujese a ese centenar de metros. Por otra parte, me temo que estos vecinos presuntamente damnificados no se han percatado de cómo funciona el servicio de limpieza que esa singular colonia tiene organizado. Otra cosa es que haya bastantes contenedores de basura como son necesarios y que la recogida de envases y otros residuos no sea mejorable.

Pero en este punto hay que decir que a la dudosa sensibilidad de los vecinos -ni hablar de solidaridad- debe sumarse la indiferencia de las autoridades municipales, voluntariamente ajenas a una realidad que ya se ha integrado en la morfología de la ciudad. Dar la espalda a ese hecho no contribuye precisamente a la calidad de vida de ese numeroso colectivo que bien podría verse mejorada con una elemental dotación de agua, vestuarios, papeleras y retretes cuya instalación y conservación bien podría pactarse con sus representantes, que los tienen. Otro gallo cantaría si los ecuatorianos votasen en las elecciones locales y autonómicas.

No obstante, si Valencia aspira a convertirse en un referente multicultural, como enfáticamente ha proclamado estos días su alcaldesa, Rita Barberá, debería exhibir otro tacto ante éste aluvión de personas desarraigadas a las que debemos su fuerza de trabajo y que el censo del cap i casal no decaiga. Es cuestión de voluntad, corazón y unos pocos euros.

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