¡Que baile la ministra!
Había sido el suyo un verano de aúpa. Y eso que El Príncipe, Aznarín de su alma, le había dado toda suerte de facilidades para que se recluyera, ya en el Escorial, ya en el Monasterio de Silos; do más pluguiera a la encumbrada dama. En tan grave tesitura, Pilarín del Castillo se inclinó por el segundo, más afín con la severa naturaleza de sus deberes de Ministra, cara a Septiembre: elaborar, con pelos y señales, la memoria económica de la contrarreforma reformada de la reforma educativa. Y que un adelantado de su gabinete le informó que el Felipe II estaba siendo preparado para unas bodas de mucha alcurnia, y no era cosa de distraer al personal con bobadas. Así que cogió sus bártulos y se fue a meditar cabe el enhiesto ciprés. Habiendo cambiado ya, a su debido tiempo, el Manifiesto comunista por Camino, del inminente santo de Barbastro, la cosa fue coser y cantar. En menos de quince días, y siguiendo las enseñanzas del divino marqués, averiguó cuánto le iba a costar a cada gobierno autónomo la susodicha reforma. El resto fue más duro, y lo dedicó a convencer a todos diecisiete de la bondad de su esfuerzo contributivo. Pero aún le sobró para mandar embajadas de buena voluntad a los sindicatos de estudiantes, que quedaron firmemente persuadidos de la conveniencia de recuperar la reválida de cuarto, la de sexto, más dos exámenes para entrar en la Universidad. Amén de una sólida formación cristiana, amén.
Una vez pacificado el horizonte otoñal, y el patio regado con las aspersiones del silense, se dijo dice: ¿Y ahora qué? ¿Me merezco o no me merezco un asueto? Indagó por acá y por allá, hasta que dio en saber que el 3 de Septiembre se inauguraba la XII Bienal de Flamenco, en Sevilla. Ésta es la ocasión, le susurró por dentro su escasa vanidad. La de recoger el fruto de tus muchos desvelos por el arte de Juan Breva. Eso sí, con toda discreción. Que no se entere nadie.
Y fue de esta manera como verdaderamente ocurrió que Pilarín del Castillo, Ministra bifronte de Educación y Cultura, sin más preparativos, sin avisar siquiera a la prensa rendida de antemano, se presentó por sorpresa en el Patio de la Montería de los Reales Alcázares, a la hora en punto en que se iniciaba el renombrado certamen. Gran nerviosismo cundió entre bastidores. ¡La Ministra, que está aquí la Ministra! ¿Qué hacemos, qué no hacemos?... Nada en absoluto, exigió el jefe de gabinete. Como si no estuviera. Mas era tanta la devoción que por ella sentían las artistas de esa noche, que todas, menos una, tuvieron la misma feliz ocurrencia: dedicarle su actuación, y luego entregarle el ramo de flores que, una tras otra, recibirían de la organización. Alguien del público, enfervorizado, exclamó: ¡Que baile la Ministra! Ni que decir tiene que ella, con una sonrisa, declinó. Cualquier otra versión es pura patraña, o envidia pura.
(Nota.- Este cuento al revés se lo dedico a Bernarda de Utrera, que en la noche de autos ofreció su actuación a su hermana Fernanda, y a la Giralda. Nada más, y nada menos.)
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