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¿Prenderá la 'yihad'?

Gilles Kepel

Para Osama Bin Laden y los demás militantes radicales de la yihad [guerra santa], el 11 de septiembre de 2001 fue una provocación gigantesca, un gran golpe dirigido a liberar a su movimiento de la espiral de declive político que lo tenía atrapado desde principios de la década de los noventa. Pero si bien los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono demostraron una extraordinaria agilidad tecnológica, financiera y práctica, no lograron la expansión política a la que aspiraban los militantes, sino más bien todo lo contrario. Los partidarios extremistas de los atentados contra EE UU han cosechado unos resultados desastrosos. En cuanto a su principal objetivo -movilizar a las masas musulmanas tras una yihad victoriosa que derrocaría a los regímenes existentes y los sustituiría por Estados islámicos-, los extremistas han fracasado estrepitosamente.

Decir esto parece especialmente contradictorio cuando el grado de atención prestada a Bin Laden y sus seguidores les ha concedido por fin la importancia que ansían. Y su fracaso no fue en modo alguno una premisa. No hace mucho, parecía que los yihadistas iban de éxito en éxito: primero, la revolución iraní en 1979; luego, la victoriosa guerra de guerrillas que expulsó al Ejército soviético de Afganistán en 1989. Pero en Arabia Saudí, después de la Guerra del Golfo, se produjo una ruptura entre los islamistas moderados y los movimientos más radicales que contemplan el reinado wahabí como un protectorado de EE UU que debe ser destruido. En la primera mitad de la década de los noventa, los combatientes radicales aspiraban a repetir la victoria de Afganistán llevando la yihad a Bosnia, Egipto y Argelia. Sin embargo, cuando los Estados anfitriones tomaron medidas represivas para aplastarlos, estos grupos militantes vieron decaer el apoyo de las masas. Hacia 1997, varios líderes exiliados de al-Cama'a ai-Islamiya, o Grupo Islámico -responsables del asesinato de turistas extranjeros, egipcios cristianos nativos coptos, agentes de policía y políticos-, llegaron a reconocer que la violencia contra los turistas era un callejón sin salida y renunciaron públicamente a la práctica. El grupo no ha llevado a cabo ningún atentado en el interior de Egipto desde 1998. Asimismo, en 1997, una de las facciones islamistas que libraba una guerra civil en Argelia solicitó una tregua después de cinco años. Y los muyahidin en Bosnia perdieron toda esperanza de transformar la guerra étnica de esa nación en una yihad después de la firma del acuerdo de paz de Dayton en 1995. Se vieron obligados a abandonar el país sin que su fervor radical se extendiera a la población local.

Fue dentro de este contexto de fracaso en el que las redes a las que Bin Laden había prestado su nombre e imagen iniciaron una estrategia de sustitución. La estrategia implicaba centrarse en actividades puramente terroristas llevadas a cabo por pequeños grupos y atacar blancos altamente simbólicos, sobre todo intereses estadounidenses en la península arábiga: en 1995, el atentado con coche bomba en una instalación de entrenamiento de la Guardia Nacional saudí, dirigida por EE UU en Riad, en el que murieron cinco estadounidenses; la destrucción de las embajadas de EE UU en Kenia y Tanzania en 1998, y el ataque contra el navío estadounidense Cole en octubre de 2000. El enorme impacto en los medios de comunicación de estas operaciones tenía por objeto demostrar que EE UU no era invencible y renovar el apoyo popular al islam militante. Pero los atentados sólo tuvieron consecuencias limitadas y no desestabilizaron a los regímenes prooccidentales ni permitieron a los radicales hacerse con el poder.

Desde su refugio en Afganistán, Bin Laden empezó a emitir 'declaraciones de yihad' contra EE UU por 'ocupar' la tierra santa de Arabia Saudí. En 1998 ordenó a sus seguidores 'matar a los estadounidenses y sus aliados, civiles y militares... en cualquier país en que sea posible'. El blanco principal era EE UU y su relación con Arabia Saudí. Pero los estadounidenses no estaban dispuestos a ceder ante el chantaje terrorista. Luego vino el 11-S.

Al elevar la escala del terror, los autores yihadistas del 11-S pretendían encarnar una 'vanguardia' musulmana capaz de movilizar a las masas islámicas de una vez por todas. La operación asesina tenía un doble objetivo: reclamar vidas estadounidenses sobre suelo de EE UU y desencadenar una represalia contra Afganistán, gobernado por los talibanes, que convertiría el país en un cementerio masivo para los soldados estadounidenses y precipitaría la caída de EE UU. Los terroristas tenían en mente la derrota del Ejército soviético a manos de los afganos, que contribuyó a provocar la implosión de la URSS. Con el asesinato del comandante afgano Ahmed Shah Masud, dos días antes del 11-S, pretendían eliminar al principal adversario de los talibanes antes de que pudiera apoyar el contraataque de EE UU. Se esperaba que los eruditos y clérigos musulmanes de todo el mundo hicieran un llamamiento a los fieles para que se unieran a la yihad contra el impío Ejército de EE UU que había tomado por asalto la tierra islámica de Afganistán. Habían hecho un llamamiento similar en los ochenta después de la invasión soviética.

Esta vez, los clérigos no hicieron tal llamamiento y la trama radical acabó en fracaso. El Ejército estadounidense -o de sus aliados- no quedó enfangado en Afganistán y los derrotados fueron los talibanes. La infraestructura de Al Qaeda quedó considerablemente dañada, aunque se sepa muy poco de la suerte que corrieron Bin Laden y sus lugartenientes o de su capacidad para montar nuevas operaciones en todo el mundo. La amenaza de Al Qaeda sigue existiendo, pero más allá de la fascinación con Bin Laden que sienten algunos jóvenes musulmanes que le ven como un héroe desafiante, la mayoría del mundo musulmán ha seguido la iniciativa de los imames que se negaron a prestarle cualquier apoyo e impidieron que su fuego extremista se propagara. No sólo las tropas musulmanas de la oposición afgana lucharon con renovada determinación contra los anfitriones talibanes de Bin Laden después del 11-S, sino que algunos de los eruditos y clérigos más influyentes empezaron a negarse a dar su apoyo al régimen de Kabul. El jeque egipcio Yusuf-al-Qaradawi, que es presentador de un programa religioso en la cadena de televisión panárabe Al Yazira, emitió una declaración condenando los atentados suicidas. Estos actos contribuyeron a refutar las pretensiones de Al Qaeda y los talibanes y les arrebató el apoyo islámico transnacional.

En Pakistán, que durante mucho tiempo había sido un eje principal para los militantes, los movimientos extremistas armados suníes habían disfrutado de la complicidad de gobiernos sucesivos. Pero el general Pervez Musharraf ha decidido aplastar estos movimientos a cambio de un apoyo fuerte por parte de EE UU. Será un recorrido largo y difícil. Como demuestran los asesinatos del periodista estadounidense Daniel Pearl y de 11 ingenieros franceses en Karachi, el general Musharraf todavía no está libre de preocupaciones, sobre todo teniendo en cuenta la endémica situación de guerra fría de Pakistán con India a causa de Cachemira. Pero un año después del 11-S, el suroeste de Asia no ha estallado ni se ha alzado la yihad.

Los imames, que temían verse arrastrados inmediatamente a un enfrentamiento destructivo con Occidente -y que negaron a los secuestradores la condición de mártires e incluso los describieron como hombres que habían cometido suicidio y que, por tanto, arderían en el infierno-, necesitaban encontrar un nuevo escape para la ira de la juventud musulmana radicalizada. Eso se logró transfiriendo las aspiraciones de la yihad a la Intifada palestina y a los atentados suicidas perpetrados por Hamás y la Yihad Islámica. En opinión de estos imames, Israel representa un blanco legítimo de la yihad por su supuesta usurpación de una tierra islámica. Ese conflicto representa una guerra justa y era una elección natural para sustituir a la yihad de Bin Laden y los talibanes.

Y así fue cómo el apoyo a la violencia yihadista contra intereses estadounidenses en la península arábiga fue dirigido contra Israel. Después de que fracasaran los acuerdos de paz de Oslo y de que la segunda Intifada desembocara en una espiral de violencia a partir de septiembre de 2000, una frustración colosal empezó a invadir los territorios ocupados, y no hizo sino aumentar cuando Israel siguió haciendo gala de su abrumadora ventaja militar sobre los palestinos. Eso propició el auge de movimientos que consideran el terrorismo como un medio legítimo de resistir a la ocupación. Y, de hecho, los atentados suicidas suscitan gran simpatía en todo Oriente Próximo, donde sus perpetradores son descritos como mártires.

Sin embargo, en este caso también la impetuosa precipitación por abrazar la violencia está produciendo una reacción. Los atentados suicidas han resultado tan repugnantes para Europa y para EE UU que han empezado a erosionar su apoyo a la causa palestina. También han contribuido considerablemente a dejarle las manos libres al primer ministro israelí, Ariel Sharon, que ha destruido por completo la infraestructura de Cisjordania y Gaza. Los intelectuales y miembros de la sociedad civil de Palestina también han reconocido los atentados como un desastre político y encabezan llamamientos para su interrupción inmediata. Al tomar como rehén la Intifada, los radicales islámicos que llevan a cabo la yihad han conseguido, en el mejor de los casos, una victoria ilusoria, una por la que la población palestina aplastada por la represión está pagando un precio exorbitante. Ese precio acabará socavando la reputación y atracción de los militantes palestinos más radicales, como sucedió en los años noventa, cuando las estrategias terroristas fueron reducidas en Egipto y Argelia. La cuestión es cuántos inocentes morirán antes de que los fanáticos se marchen.

© Time.

Gilles Kepel es catedrático en el Instituto de Estudios Políticos de París y autor, entre otros ensayos, de La yihad: expansión y declive del islamismo.

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