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Columna
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Una tarde romana

Josep Ramoneda

Giacinto arrastra los pies al andar y de su boca las palabras salen algo confusas. En la puerta de su trattoria, a tres callejuelas del Panteón, hay gente esperando que su enérgica mujer anuncie que la mesa ya está disponible. La mayoría de los comensales son italianos, más algunos turistas atraídos por la cola o por el soplo de algún amigo romano. Por ejemplo, nosotros, dos familias catalanas. Cuando pedimos los postres, después de unas excelentes tagliatelle con guisantes, las demás mesas ya están vacías, eterna inadaptación horaria de los hispánicos. En el comedor contiguo, el personal de la casa se ha sentado a comer frente al televisor. Agitación y griterío: la rutina de la pausa después del trabajo se rompe súbitamente. Algo ha ocurrido. Giacinto se acerca con su lento caminar y, sin salir de su inexpresividad senil, nos dice que un avión se ha estrellado contra una de las torres gemelas de Nueva York. Estúpida suficiencia de los machos, los hombres nos lo miramos con escepticismo, al tiempo que las mujeres y los niños corren hacia el televisor. Efectivamente, es verdad. 'Un accidente', decimos los varones, es increíble pero puede ocurrir. No hemos acabado los postres cuando Giacinto, sin inmutarse, nos dice que los aviones ya son dos. Cosa que los varones, apelando a la razón estadística, juzgamos imposible, un desvarío del anciano, mientras mujeres y niños ya han hecho el viaje de ida y vuelta para volver con la información contrastada. Y es verdad.

Los camareros comen estupefactos. La desazón nos empuja a la calle. El café y los helados serán las puertas de un eslalon entre bares y cafeterías, a la búsqueda de un televisor. Cada cual dice la suya: sobre la autoría, sobre la nueva guerra, sobre la fragilidad del imperio y sobre la tercera guerra mundial, con el factor añadido de que los romanos son gente dada a las más fantasiosas teorías conspirativas.

La vida sigue -como acostumbra a decir la gente sensata en entierros y otros lutos-, pero la preocupación se palpa. En Roma Termini, dónde mi mujer toma el tren, el telefonino es más protagonista que nunca. Los pasajeros piden a amigos y familiares que les mantengan constantemente informados. Después, en los vagones, tendrán que organizarse para no bloquear las comunicaciones con todos los móviles llamando a la vez. A las 18.15, en la plaza de España el rumor que sube de la ciudad resuena en el silencio. Sólo un personaje gastado por el alcohol y la soledad rompe la quietud de las personas y los grupos esparcidos por las escaleras en actitud rumiante, entre la contemplación estética y la meditación desconcertada. A medida que cae la tarde la luz adquiere un tono marcadamente otoñal. Dos jóvenes en una motocicleta llevan una bandera del Roma. Su guerra es otra. Pero nadie les hace caso. Hoy juegan el Roma y el Real Madrid. Nadie lo diría.

También en la Fontana de Trevi hay menos bullicio que de costumbre. Pero la gente tira sus monedas: no es el mejor momento para rechazar las invitaciones de la suerte. Y los niños, como siempre, se hacen llamar la atención porque tratan de trepar por las esculturas de la fuente. La vida activa de la modernidad no deja tregua, y menos en momentos de histeria colectiva. El móvil rompe cualquier intento de hilvanar algún pensamiento o de dejarse amparar por la solidez del pasado. Y sin embargo, en el desasosiego se agradece como cordón umbilical que une a los amigos y a la familia. Es el miedo a sentirse desubicado. Busco compañía: llamo a Paolo Flores. No lo encuentro. Mi hija va y viene entre las sorpresas que el descubrimiento de Roma le provoca y la inquietud que llega por las ondas. Iñaki me quiere en su programa a las 20.30.

Poca gente en el Campidolio viendo las ruinas romanas desde su mejor atalaya. La visión del imperio muerto invita a reflexionar sobre el destino del imperio agredido. Pero la globalización es implacable: Radio Caracol irrumpe en el único momento de sosiego -el sosiego que da la larga perspectiva de la historia- de un día desconcertante. Desde Bogotá quieren mi opinión sobre lo que acaba de ocurrir. Lo dejo para más tarde. En Campo de Fiori, el recuerdo de Giordano Bruno suena como un eco en el momento en que en Nueva York arde una de las más grandes piras de la historia

Frente al Panteón iluminado, memoria pagana que el cristianismo no consiguió borrar, se hace de noche mientras comemos una pizza. Suena el móvil otra vez. Es la hora de entrar en directo. ¿Qué hago yo con mi hija en una trattoria romana hablando para España cuando Nueva York arde? Intento, quizá absurdamente, no quedarme en el tópico del día histórico, de la fecha que marcará un antes y un después. Me empeño en explicar que el río fluye desbocado desde hace tiempo. Que lo que hoy ha ocurrido es que ha saltado el dique. Se ha creado un icono universal y en la sociedad de la comunicación la imagen es muy decisiva. Me acuerdo de Iván de la Nuez: la gran inundación ha llegado incluso a Nueva York y es que en 1989, aunque no lo pareciera, el mundo cambió para todos: más libre quizá, más inestable y peligroso, también. Y sobre todo, no hay que minimizar el horror. Porque con tanto análisis, con tanta voluntad de objetividad, a menudo acabamos expulsando a las víctimas de la historia al tiempo que el síndrome de Estocolmo nos deja fascinados ante los verdugos.

A las cinco de la madrugada el despertador me ha levantado de una noche gobernada por el zapping entre la CNN y la RAI hasta que el sueño pudo más que la repetición, propia de aquellos momentos en que los hechos visibles ya han sido descritos -y mostrados en la parte que las televisiones americanas consideran correcta- y todavía no hay información sobre los invisibles. El aeropuerto está solitario. Una mujer latinoamericana cargada de maletas se queda varada -y desconsolada- ante el mostrador al anunciarle la azafata que su vuelo está cancelado. '¿Aún no se ha enterado de lo que ha pasado?'. 'Algo oí en la tele', dice la desconcertada señora, que a pesar de haber dado varios tumbos por el mundo quizá no comprenda muy bien que su suerte, de la que nadie se ha preocupado nunca, pueda depender de lo que ocurre en Nueva York. El vuelo a Barcelona llevará dos tercios de pasaje. El control de pasajeros es absolutamente rutinario. Las órdenes de los nuevos tiempos no han llegado todavía a Fiumicino. El cielo está luminoso, como si la naturaleza se desentendiera de las cuitas de los hombres. Desde casa el seguimiento de los acontecimientos se normaliza. Más frenético quizá, pero más acompañado. Y ya se sabe, el hombre es un animal de compañía.

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