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El reino de este mundo

Sin el poder ni la gloria, sin pompas ni circunstancias, el silencio ha sobrevolado los veinticinco años de la muerte de Ernst Bloch, cumplidos a comienzos de agosto. Contra su memoria se ha construido una complicidad que va desde el desdén hasta la ignorancia, desde el miedo hasta el olvido. ¿A quién le interesa levantar hoy el mensaje de Bloch? ¿A los nostálgicos de una izquierda que confunde su peregrinaje a los cementerios ideológicos con la resurrección de la carne incorrupta de la revolución? ¿A los cínicos de otra izquierda que confunde el realismo con la resignación y la carencia de dogmatismo con la ausencia de escrúpulos ideológicos? ¿A los pesimistas que han firmado su rendición incondicional frente a lo existente, retirándose a la pequeña libertad de su conciencia aterida?

A los 25 años de la muerte de Ernst Bloch, ¿quién admira al teórico de la Esperanza con mayúscula?

A 25 años de la muerte de Bloch, ni siquiera puede decirse lo que Auden escribió sobre Yeats, en la mañana glacial que contempló su fallecimiento: 'Se convirtió en quienes le admiraban'. ¿Quién admira al teórico de la Esperanza con mayúsculas en un mundo que se recrea en una escasa desesperación, que ni siquiera merece la solemnidad de las letras mayores al ser descrita por una élite feliz? Auden seguía diciendo, al escribir sobre la muerte de Yeats: 'Las palabras de un hombre muerto se enmiendan en el vientre de los vivos'. La caligrafía de Bloch ni siquiera se tuerce en el temblor de la falsificación de los exegetas.

Bloch inculcó al marxismo la vitalidad de aquella reacción contra la ciencia fría y las condiciones objetivas que desertizaron la calidez del mensaje de Marx. Formado en un mundo que se revolvía contra el positivismo y la pesadumbre de la historia, los acontecimientos que hilaron la Gran Guerra, la revolución rusa y el fracaso de la revolución espartaquista le animaron a buscar una lectura del marxismo que lo insertara en una línea de continuidad con la Utopía creativa. Estableció una genealogía de la moral revolucionaria que arrancaba de la bondad de los heterodoxos y despreciaba la brutalidad de las iglesias institucionales, que coagulaban la movilización de la fe en una charca de podredumbre burocrática. Precisamente por ello fue capaz de entender como pocos el vigor de la Utopía nazi, su capacidad de atracción, su fervor religioso, su sentido de comunidad de creyentes. Por ello, trató de recuperar un marxismo cálido, actuante, donde operaba la voluntad del ser humano, que completaba el marxismo frío del análisis, del examen de las fuerzas productivas y las relaciones de producción.

Esa búsqueda de una razón subjetiva en el corazón mismo de la tradición marxista acabó por enfrentarle a las autoridades académicas de la República Democrática Alemana, en plena resaca del XX Congreso y de aparente superación del estalinismo. Las dudas sobre la equivalencia entre la realidad y la razón, que servían para eternizar el modelo de régimen estaliniano, llevaron a Harich a la cárcel y a Bloch a abandonar su cátedra en Leipzig, tras los furibundos ataques de personajillos como Rugard Gropp y Kurt Hager. Bloch acabó emigrando a la República Federal de Alemania, y el marxismo de la Europa oriental perdió una pieza clave más de su luminosa constelación, hundiéndose en la penumbra de los ensayistas al servicio del poder.

El Bloch herético y fascinado por los herejes; el Bloch revolucionario fascinado por los milenaristas; el Bloch confiado en la fuerza de la voluntad y fascinado por quienes se opusieron a una presuntuosa racionalidad de un mundo miserable, el que cobra actualidad en estos tiempos. No sólo la calidad verbal de sus escritos, que golpean con la cautivadora pulcritud de la belleza sin que la metáfora sea el refugio de la vacuidad, sino el recinto de una reflexión penetrante que necesita de un lenguaje rico y vigoroso. También el contenido de su apuesta por el sujeto de los acontecimientos, con su repudio de hacer del ser humano un espectador, con sus ganas de devolverle un fervor místico agotado en la ironía, el escepticismo y el descreimiento radical de nuestro tiempo. Ese fervor, que causa risa en los ambientes que sólo respetan su propia frivolidad, debería arrancar el aplauso de los desposeídos, de los que tienen que tomarse en serio su propia pobreza o la miseria ajena para considerarse personas dignas de ese nombre.

Al acabar su libro sobre Thomas Müntzer, Bloch decía: 'La conciencia moral de toda esta tradición inmensa vuelve a afirmarse contra miedo, estado, incredulidad y toda forma de autoridad que prescinda del ser humano. Arde la chispa, sin detenerse ya en lugar alguno y obedeciendo a la más categórica de las afirmaciones de la Biblia: no es éste nuestro paradero definitivo, sino que estamos buscando un mundo venidero. Ha habido demasiada historia universal ya. Se despliega el avance de nuestra decisión hacia aquel símbolo misterioso, hacia el que desde el comienzo de los tiempos se mueve nuestra tierra, oscura, anhelante y difícil'.

Bloch cobra actualidad en un mundo que espera un nuevo principio de la Esperanza: no la Utopía como coartada de la opresión o el inmovilismo, sino como creencia profunda en un destino que no existe sin la voluntad del ser humano. Eso, o tendernos en los escombros de nuestros sueños, y vivir, como nobles arruinados, entre las ruinas de nuestra inteligencia, como dijo burlonamente Gil de Biedma. Que cada uno escoja. Pero que no escoja por todos.

Ferran Gallego es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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