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Columna
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Lo raro

Miro en las playas los libros que lee la gente desnuda, tengo esa costumbre. No son muchos libros, y son en inglés casi todos, y en alemán, y menos en francés, menos aún en italiano. Abundan los romances y las intrigas armadas, internacionales, pero también he visto un libro titulado Croissement 2000, ensayo de economía subrayado con lápiz meticuloso, en la piscina de un hotel en Cádiz, el Atlántico. Mi experiencia de espía literario me dice que en las piscinas se lee más. En la misma piscina descubrí dos novelas en español, Cosecha roja, de Dashiell Hammett traducido, y El novio del mundo, de Felipe Benítez Reyes, un ejemplar muy manejado, muy usado, aunque cerca del agua los libros se ensanchan, parecen más sueltos, tienen pinta de libros en vacaciones, ansiosos de ser devorados y disfrutados.

Creo que los andaluces leen menos en las playas, quizá porque aquí, aparte de los años analfabetos, existió la insistente superstición católica de los libros peligrosos y prohibidos, e incluso la Biblia vivía en libertad vigilada, bajo sospecha de ser un poco protestante. La lectura es una conversación solitaria y en silencio, y aquí se prefería la voz, la compañía: contar historias en el campamento, frente al mar. He observado que la lectura divide a las familias bañistas: el padre y la madre se turnan, y, mientras uno lee, otro cuida al niño o a los dos niños. Padre y madre nunca leen el mismo libro. Pero siempre hay algo de misterio en esa gente que se inclina sobre una página, negándose a mirar otra cosa, abducida por minúsculos laberintos negros, las letras, frente al mar, los aviones con propaganda, los veleros, los gatos de la playa de Calahonda, el mundo entero enigmáticamente desnudo.

Me gusta mirar qué libros lee esta gente desnuda. Me fijo en los títulos como si leyera un horóscopo, cielos que anuncian universos diferentes al mío. Pienso en Ulises, en las sirenas que atraían y perdían con su canto a los marineros de Ulises, ansiosos de saber lo que decía la canción, qué contaba: una historia parecida a la de la manzana de Eva y Adán. Todos los que leen en las playas se han ido con las sirenas: no miran este mundo de cuerpos y aceite solar, el horizonte, el África invisible al fondo. Nos parece común el misterio de leer silenciosamente, claustrofóbicamente, pero todavía en el año 384 San Agustín, recién llegado a Milán, se extrañaba de que el obispo San Ambrosio leyera sin que se le oyera la voz. Leía con el corazón, recuerda san Agustín, que también propuso una explicación más egoísta: leía así para no tener que pararse a explicar algún párrafo difícil a los que lo rodeaban.

En las playas, donde tantas cosas se presentan desnudamente, tan en plenitud que parecen perder sentido y deformarse, he visto de pronto los libros como máquinas de asombro, ensimismadas, fantásticas, monstruosas, más monstruosas por ser absolutamente familiares. De pronto un libro me ha parecido una cosa rarísima, maniática, extraterrestre, admirable, ahora que se escribe y se lee tanto por teléfono, en rueda sin fin, a través de móviles y ordenadores.

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