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Columna
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Retaguardia

DURANTE LOS MUCHOS siglos de gestación y desarrollo, el arte ha padecido todo tipo de vicisitudes sin que nada lograra quebrantar su supervivencia, pero, paradójicamente, al arribar a nuestra época, donde parece haber alcanzado su plenitud, no se oyen más que lamentos elegiacos que proclaman su muerte. Es cierto que nuestra sociedad secularizada cargó, al principio, sobre sus hombros el imposible peso muerto de ocupar el lugar de la religión, como si el problema de ésta en el mundo moderno fuera el contenido anacrónico de sus creencias y no su vocación de absoluto y lo que ella genera, el gran código de la inmutable ley suprema. De no ser así; esto es: si la religión se integrase en el mercado universal de las excitantes novedades cambiantes, expendiendo ritos y mandamientos de última hora, como, en cierta manera, viene ocurriendo con la proliferación de sectas, más o menos exóticas, nada comprometería su destino en el bazar de la modernidad, si bien habría de predicar paraísos a plazo fijo, como esa felicidad pautada por Andy Warhol en 15 minutos de protagonismo televisivo para cualquiera.

La cita del vate del pop americano, procedente de una familia católica y, en cierto momento, recibido en audiencia por el Papa, aunque sin el ambiguo recubrimiento de una piedad travestida de vitomanía, pone a las claras lo que hoy garantiza la viabilidad de la religión y el arte: su intrascendencia o, si se quiere, su banalización.

En El anillo de Clarisse. Tradición y nihilismo en la literatura moderna (Península), una recopilación de ensayos sobre algunos de los escritores más radicales de la literatura contemporánea, Claudio Magris empieza con una reflexión sobre cómo es trágicamente inalcanzable en nuestra época el 'gran estilo', porque éste sólo florece cuando existe una visión de la existencia como totalidad, pero termina con otra dedicada a la 'nueva inocencia', donde fustiga sin piedad a los teóricos actuales sobre el arte, que, por decirlo de alguna manera, han convertido cínicamente la necesidad en virtud y se refocilan en lo fragmentario, aleatorio y fugible de la experiencia creadora, tal y como hoy efectivamente se produce en la, sin embargo, muy totalitaria sociedad del espectáculo.

No siendo Magris ningún patético nostálgico que se aferre a la autoridad de un canon, no saca conclusiones apocalípticas sobre el fin del arte, pero tampoco está dispuesto por ello a dar por buena una inocencia que se presenta como nueva. De esta manera, al final de su libro cita al poeta judeo-polaco Leopold Beck, autor de un maravilloso y desternillante Libro de los silbidos, en el que, dirigiéndose a los heraldos de la historia, les dice: 'Gracias, vendré un poco más tarde, tengo que detenerme un momentito para hacer arrièr e garde durante unos minutos'. Y es que, dada la situación, no hay quien salve la vanguardia sin, al menos, un instante de retaguardia.

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