Daniel Buren, ofensivo y ofendido
Pocos artistas como Daniel Buren han sabido encontrar la mutabilidad en un espacio de apariencias fijas con la intención de cuestionar y subvertir el concepto de ilusión en pintura. Su escepticismo -de una mudez deliberada y polémica, jamás ansiosa- contribuyó en los setenta no sólo al nacimiento del movimiento Supports-Surfaces, sino también dio alas al activismo realista de la corriente artística Nouvelle Subjectivité, auspiciada por el ordenado Jean Clair. Hay mucho de accionismo irónico en el trabajo de este artista francés (Boulogne-Billancourt, 1938), quien arrancó del frágil, aunque todavía carismático, Marcel Duchamp una alabanza envenenada el día en que el colectivo BMPT (Buren, Mosset, Parmentier y Toroni) puso en escena en el auditorio del Museo de Artes Decorativas de París (1967) aquellas superficies absolutamente neutras que imponían un sistema basado en una 'pura gratuidad formal'. En aquellas telas lo único que cambiaba era el color: gamas de grises, azules y rojos dispuestos en franjas que dividían a intervalos y secuencias reales su superficie. El joven Buren aportó una pintura configurada por 29 bandas verticales con rayas blancas y rojas de 8,7 centímetros de ancho. 'Comme happening frustant on ne fait pas mieux' (como happening frustrante no puede ser mejor), había exclamado Duchamp.
EL MUSEO QUE NO EXISTÍA
Centro Georges Pompidou. París www.centrepompidou.fr Hasta el 23 de septiembre
Treinta y cinco años más tarde, Buren se alinea con Clair en su oposición al concepto de museo ('lugar mortífero que desvitaliza la obra de arte, como si a un diente le quitaran la raíz'), pero desde otro frente, pues en su ultrajada sátira al artista saturnal y a la fetichización de la obra de arte ha creado El museo que no existía, es decir, el museo antes de su 'invención' por el Centro Pompidou hace 26 años. Donde antes eran playas, bosques y carreteras, con la voluntad contestataria de dar una alternativa a las estructuras culturales que consideraban el arte como una mercancía, Buren halla/inventa un museo en perpetua histeria, fragmentado, que se abre hacia dentro y hacia fuera, en los sótanos y azoteas, en el hall, en el patio, ahora ya ni demasiado virtuoso ni demasiado agresivo como adalid de los cánones y privilegios.
A decir verdad, lo más interesante que hoy día ofrece el Beaubourg es eso mismo, 'lo que no existía', y para ello el bufón del arte regresa a la norma de la 'cordura', y la despedaza. Donde Buren ha desarrollado mejor y de forma más contundente su sátira es en el nivel 6 del edificio, el dedicado a las grandes exposiciones, que ahora es un laberinto de 70 salas de 6 × 6 metros, como un gran escenario de su carrera como pintor donde hay todo tipo de combinaciones coloristas y otras salas de espejos donde el visitante se pierde infinitesimalmente, células con las paredes pintadas con diferentes figuras geométricas, otras como celosías que se abren al espacio contiguo, más pintura entre andamiajes y estructuras metálicas reveladoras del espacio en que habitamos. Buren invita a hundirse en el museo, como Proteo aconsejó a los mortales que lo hicieran en el mar para así vivir una 'interminable metamorfosis'. Hasta las embaucadoras sirenas se distraen en una sala de seguridad con los monitores mostrando el paseo casi hipnótico del visitante que se busca entre tanta gratuidad formal, mientras se interroga sobre el lujurioso efecto de la arquitectura en la institución museística y la mala digestión que produce lo que se cocina en él.
Dentro de sus limitaciones, el Pompidou muestra al Buren más ofensivo y ofendido, que para ver recompensada su audacia prefiere reflejar el pasado en el presente. Porque El museo que no existía traza también los límites de nuestra nostalgia.
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