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Columna
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Contenidos y envoltorios

No hay ciudad en el mundo con tanta gente dedicada a la industria de lo que envuelve, ni que se haya envuelto tan bien a sí misma para venderse como ésta

Si tuviéramos que presentar nuestro planeta a seres de otro mundo, lo primero que haríamos sería ponerle un envoltorio. Y es que entre nosotros lo que cuenta de verdad, más que las cosas o las ideas, es lo que las envuelve. Ésta es una sociedad de la apariencia, de la imagen, de la publicidad, y en ella el continente cotiza más que el contenido. La forma en que se muestra la idea es más importante que la idea misma, y, literalmente, una imagen vale más que mil o diez mil palabras. A nadie parece extrañar que pueda cobrar más el grafista que realiza la portada de un libro que el autor que lo ha escrito. No sorprende que el diseño del cartel que anuncia un congreso pueda ser muy costoso, al tiempo que los congresistas explican casi gratis sus ponencias.

De hecho, cuanto mayor sea la ambición de cualquier iniciativa, más elevado será el presupuesto dedicado a logotipos o a profesionales de la imagen. A la presentación de las ideas y de las cosas se dedican los cerebros mejor formados y recursos de todo tipo en cantidades crecientes. Se cuida más a quienes se dedican a comunicar conceptos, que a quienes los producen. Los mayores sueldos se pagan en publicidades y grafismos, y los más remunerados profesionales trabajan en la creación de envoltorios y reclamos. A estos individuos se les llama creativos, y no a quienes dedican su tiempo a los contenidos. Y como todo esto se ha convertido en un hecho aceptado y extendido, a nuestra sociedad se le va buena parte de su energía en la creación de envoltorios.

Pero este triunfo de lo que envuelve no sólo tiene que ver con desigualdades absurdas e injustas en honorarios y en prestigios, sino que se relaciona de manera negativa y creciente con lo material, hasta el punto de comprometer seriamente la sostenibilidad. Si en un supermercado separáramos por un lado las fundas, latas, cajas, plásticos, celofanes, bolsas y cartones, y por otro lo que contienen, podríamos constatar que el establecimiento vende más envoltorios que cualquier otra cosa. Y comprobaríamos que el esfuerzo creativo, físico, material y económico dedicado a fabricar esos envoltorios es mayor que el consagrado a la producción de lo que envuelven. Algo que, desde luego, no se aguanta desde el punto de vista de la sostenibilidad, es decir, de la sensatez, por mucho que se lleven a cabo bienintencionadas campañas en favor de la separación selectiva de la basura y su reciclaje posterior. En efecto, de poco sirve reutilizar cada día más y mejor los residuos que generamos, si producimos cada vez más desechos. Y los envoltorios son los desechos por excelencia y los que más crecen.

La evolución futura de esta situación no se puede ver con excesivo optimismo. La misión principal del envoltorio ya no es proteger y preservar, sino vender. Lo que carece de estuche y de presentación vale bien poco a los ojos del comprador, puesto que cuanto más cuesta la funda mayor valor se le supone al contenido. No olvidemos, además, que existe una industria del envoltorio que, como todas las demás, quiere crecer un 5% cada año, por lo menos. Y como los envoltorios no se envuelven de momento a sí mismos, es de temer que aumente el número de productos susceptibles de ser envueltos, y que disminuya el número de unidades que, juntas, se consideren dignas de ser envueltas. Así, no parece estar lejano el día en que cada guisante disfrutará de su envoltorio propio.

En esta sociedad que todo lo envuelve y todo lo presenta, nuestra ciudad destaca como casi nadie ha sido capaz de hacerlo. Nuestra aportación a la sociedad del envoltorio es de primera magnitud, nadie lo discute. Hemos aprendido que ni las cosas, ni las ideas, ni las empresas, ni tan siquiera los estados de ánimo, existen de verdad si carecen de logotipo y del mejor contenedor posible. Somos el lugar del ingenio publicitario, de los cerebros de la imagen, de los creativos del estuche, de los genios del grafismo.

Será quizá porque esas virtudes en la confección de envoltorios son muy notables, y admiradas ya en el mundo entero, por lo que hablamos sin cesar de nuestra arquitectura, y tantísima gente viene a contemplarla. Pues la arquitectura puede llegar a ser la máxima expresión de la autonomía del envoltorio, la cima artística y creativa del contenedor. Si al Vaticano o a los estadios y descampados en los que predica el santo padre peregrinan las gentes en busca del sagrado contenido, a nuestra ciudad vienen los turistas a extasiarse ante las sutilezas del creador más admirado, que aquí no puede ser Dios sino un arquitecto a punto de ser beatificado; y el más singular de sus edificios triunfa más que san José, la Virgen y el Niño, quienes, todos juntos, le prestan su nombre.

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No hay ciudad en el mundo con tanta gente dedicada a la industria de lo que envuelve, ni que se haya envuelto tan bien a sí misma para venderse, y es por ello por lo que el número de quienes la visitan crece año tras año. Tampoco hay ninguna otra ciudad, en un amplísimo entorno, en la que les cueste más caro a sus propios habitantes comprarse unos metros cuadrados bajo techo para vivir. Y cuando aquellos que se vieron obligados a partir en busca de una vivienda de precio asequible vuelven a la urbe que fue la suya, deambulan entre logotipos y banderolas, entre grafistas y creativos, entre estuches y fachadas, y se preguntan si ésta es la ciudad que no querían abandonar o si es ya tan sólo su envoltorio.

Albert García Espuche es historiador.

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