Carandell
Hoy le correspondía a Luis escribir esta columna, pero la vida le ha ordenado reposo y no se le puede despertar. Descansa en Atienza (Guadalajara), que fue importante enclave de los celtíberos en la meseta. Él sabía de Celtiberia lo que no está escrito, y de los chinos, y de los faraones, y de la Ilustración, y de Espartero, y de Erasmo, y del Imperio del Sol Naciente. Hablaba con fluidez unos cuantos idiomas, algunos de ellos tan complicados como el japonés o el finlandés. Catalán de pura cepa, Madrid fue su pasión serena. Y viceversa. En julio pasado se le concedió la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes. En 1980, el Ayuntamiento le nombró Hijo Adoptivo de la capital.
Llegó a Madrid en 1947 para estudiar Derecho. De ahí arranca su idilio con la Villa. Luego anduvo por medio mundo: fue corresponsal en El Cairo, reportero en varios países de Europa y Asia, periodista radiofónico durante tres años en Japón. En 1961 vuelve a Madrid y aquí se queda para siempre, con estancias sosegadas en Atienza, como es el caso. Si se ponía a hablar de las tertulias del Pombo, daba la impresión de que te lo contaba el mismísimo Gómez de la Serna. Los leones de las Cortes le saludaban al pasar. Conocía al dedillo la historia de cada rincón del Madrid de los Austrias. Humanista ameno y erudito, jamás nadie le escuchó decir una tontería. Le quería todo dios, hasta el punto de que era amigo incluso de sus enemigos. A eso se le llama ser un artista.
Tenía un algo castizo perfectamente ensamblado en su alma cosmopolita. Sus columnas aquí son prueba de ello. Trabajaba la ironía con primores de arabesco. Siempre había en su rostro y en sus escritos un amago de leve sonrisa pícara y amable, sabia. Sus telediarios en plena transición marcaron época. Se convirtió en personaje famoso y querido por el pueblo, él, con tan profunda vida interior. Comentaba que la gente le paraba por la calle para preguntarle por el tiempo.
La vida es una broma que acaba con la muerte. Y viceversa. Por cierto, maestro, ¿qué tiempo hace por ahí?
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