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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Las claves de Paracelso

Hoy vemos al científico como al pensador especialista que se mueve por territorios en los que las fronteras se marcan -o intentan marcar- con precisión; como al tenaz explorador de dominios poblados por edificios (teorías y experimentos) que se definen con nitidez, se relacionan según reglas que obedecen a los principios de la lógica matemática, y se someten a ese cruel juez que es la comprobación. Pero no siempre fue así. La historia de la ciencia da testimonio de lo difícil que ha sido identificar fronteras en el estudio de la naturaleza, así como expulsar de su seno falsos protagonistas. Cuanto más atrás nos remontamos en el pasado, más patente es semejante hecho; pero que nadie se confunda, ello no significa que no hubiese entonces ni indagación científica ni científicos, simplemente que los criterios y posibilidades eran otros.

Uno de los personajes que mejor ilustra esa relatividad histórica, esto es, la evolución que ha experimentado la relación de los humanos con la explicación que llamamos 'científica' de la naturaleza, es Philippus Theophrastus (1493-1541), el médico y alquimista suizo más conocido como Paracelso. No fue ignorado en su tiempo ('aquí yace', se inscribió en la lápida que cubrió su tumba en la iglesia de San Sebastián de Salzburgo, 'Theophrastus Bombastus von Hohenheim. Famoso doctor en medicina, que curó toda clase de heridas, la lepra, la gota, la hidropesía y otras enfermedades del cuerpo, con ciencia maravillosa'), y su curiosidad pareció no conocer límites: viajó extensamente, escribió sobre medicina, por supuesto, y sobre artes estrechamente relacionadas con ella, como la alquimia y lo que hoy llamaríamos farmacología, pero también sobre astrología, religión y filosofía, aunque él probablemente no habría aceptado semejantes distinciones. Espíritu tan analítico como visionario, fue un hijo de su tiempo que se esforzó por alumbrar nuevos mundos del pensamiento. Sabemos que no consiguió todo lo que buscaba, pero su ambición fue tan grande y su influencia y ejemplo lo suficientemente significativos como para que su nombre no haya sido olvidado, siendo más recordado que la naturaleza de sus contribuciones concretas.

Entre aquellos que más lo re-

cordaron estuvo el célebre investigador de la imagen arquetípica del mundo, Carl Gustav Jung, que sostuvo -pensando seguramente no poco en él mismo- que en la obra de Paracelso 'hay puntos de partida, cargados de futuro, sobre problemas filosóficos, psicológicos y religiosos que en nuestra época comienzan a adoptar una forma más clara'. De hecho, fue el propio Jung quien, con ocasión de la conmemoración en Suiza del cuarto centenario de la muerte de Paracelso, impulso a una discípula suya, Jolande Jacobi, a preparar una edición de escritos paracelsianos, que incluye los textos de dos conferencias que el propio Jung pronunció sobre su admirado médico-alquimista. Todos aquellos interesados en acercarse directamente, sin intermediarios, a las ideas de Paracelso tienen ahora una magnífica oportunidad con esta amplia y cuidada selección de sus escritos (que incluye también más de cien ilustraciones); una selección que al mismo tiempo puede ayudar a entender mejor a Jung.

Independientemente de que disponer de obras como ésta enriquezca el patrimonio cultural de la lengua castellana, no está claro, sin embargo, que el esfuerzo que es necesario realizar para comprender, a través de sus propios escritos, el universo mental paracelsiano sea una tarea recomendable para todos. Y es que, como el mismo Jung reconocía: 'Fue un poderoso viento de tormenta que todo lo arrastró y que removió todo lo que de un modo u otro se podía mover de su sitio. Como una erupción volcánica, perturbó y destruyó, pero también fructificó y dio vida... En él, todo se da en su escala máxima... Largos desiertos de desordenada palabrería se alternan con un oasis de espíritu desbordante cuya luminosidad conmociona y cuya riqueza es tan grande que uno ya no se libra de la dolorosa sensación de que en alguna parte a uno se le ha pasado por alto lo principal'.

Afortunadamente, coincidiendo con la aparición de estos Textos esenciales, Javier Puerto, catedrático de Historia de la Farmacia en la Universidad Complutense, ha publicado un magnífico estudio sobre la vida y el mundo de Paracelso: El hombre en llamas. Paracelso. Combinando con acierto brevedad, claridad y rigor histórico, el profesor Puerto ofrece a sus lectores no sólo las claves básicas para comprender el, con demasiada frecuencia oscuro, universo mental y conceptual de aquel suizo, sino también el mundo -político, religioso, filosófico al igual que científico- en el que vivió: el del Renacimiento. Un mundo por el que transitaban personajes de todo tipo (en algunos de ellos -como Andrés Laguna, Llull, Erasmo, Cardano, Giambattista della Porta, John Dee, Vesalio o Van Helmont- se detiene sucintamente el autor), en el que el mago y el científico podían ser caras diferentes de una misma moneda; un mundo, en definitiva, en el que es preciso buscar lo que hoy denominamos indagación científica en todo tipo de nichos: en, por supuesto, el observatorio astronómico y el anfiteatro anatómico, pero también en los laboratorios del alquimista y -si es que se puede distinguir del anterior- del destilador, en la rebotica o en las actividades desplegadas por los diferentes tipos de médicos. A señalar que un valor añadido de esta obra es el que considere la destilación y el paracelsismo en España, y en concreto en la corte de Felipe II, temas que el autor conoce especialmente bien, como muestra el tercer libro objeto de la presente reseña: El hijo del centauro.

La historia de la ciencia (co-

mo la de cualquier otra actividad) tiene por objetivo reconstruir el pasado, pero con frecuencia advertimos que algo se nos escapa de las reconstrucciones canónicas: ¿cómo sentían los individuos cuyas actividades el historiador se afana en estudiar? Tal carencia es especialmente intensa en el caso de la ciencia, en el que el producto logrado por el individuo (el científico) puede ocultar, imponerse con facilidad, al creador. Una forma de resolver semejante carencia, que algunos no consideraran 'excesivamente académica', es la de combinar historia y literatura: basarse en documentos del pasado para, manipulándolos e, inevitablemente, deformándolos, contar una historia en la que verdad y ficción se mezclan, pero también enriquecen. Esto es lo que ha hecho Javier Puerto en El hijo del centauro, una novela en la que, utilizando fondos documentales que describe en el Epílogo, narra (e inventa) la historia de Juan Garci, hijo de un carbonero y una ramera, que después de haber trabajado como aprendiz en una botica castellana sirvió a Felipe II en los territorios transatlánticos de la Nueva España como, entre otros menesteres, escribiente, criado y secretario del secretario del virrey, para terminar regresando a la Península, donde llega a ser ayudante de un destilador del Rey Prudente, función que no le evita terminar sus días en una de las prisiones de la Inquisición, desde donde, en 1601, recapitula lo que fue su vida. A través de los recuerdos de este alquimista, de este, como él mismo se denomina, 'servidor de Panacea e hijo de Hermes', de un hombre que de la nada (de la estirpe de Nadie se gustaba considerar a sí mismo) se va introduciendo penosamente en las obras de personajes como el propio Paracelso, Vesalio, Dee o Valverde de Hamusco, cuyos nombres aparecen repetidamente en la obra, Javier Puerto introduce a sus lectores en distintos ámbitos de la sociedad española y americana del siglo XVI, enfrentándose a ese problema primario que es el de cómo pensaron y sintieron en lo profundo de su ser los personajes que historiamos. Las herramientas del historiador son, evidentemente, imprescindibles para intentar siquiera semejante tarea, pero escasos serán sus logros si el profesional que la acomete no está bendecido por el don de la palabra escrita, si no es capaz de competir con dignidad y gracia con el literato. La lectura de El hijo del centauro muestra bien a las claras que el profesor Puerto es uno de esos pocos historiadores adornado con tal atributo: pasmosa y sorprendentemente adornado, añadiría yo. Por eso su libro se puede leer y disfrutar simplemente como una buena novela, pero también como una novedosa aportación a la historia de la cultura y ciencia de la España del siglo XVI.

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