El PPaís de Nunca Jamás
110 -Por supuesto que vive usted en un relato -me espetó Xabier Arzalluz, áspero como un scocht-brite-. Usted, y yo, y todos. Pero la suya no es más que una de esas historietas veraniegas, superficiales, insustanciales... El nuestro, en cambio, ¡es un relato milenario!
Relincharon los caballos a la voz de Arzalluz, que con la palma de su mano abierta se mesaba el plumaje que le distinguía como jefe de los sioux de la Isla de Nunca Jamás. Junto a él, en torno de la hoguera, con alguna pluma menos, Joseba Egibar, y Juan José Ibarretxe, apodado El Brujo. Algo más alejado, Iñaki Anasagasti peinaba sus escasas plumas de manera peculiar, atravesándose con ellas el cuero cabelludo. Arzalluz le llamaba El Trenzas.
-Hoy somos sioux -dijo Egibar, redoblando la aspereza de su líder, como un estropajax-, porque nos estará escribiendo algún miserable españolista, pero mañana, ¿quién sabe?
-Dependerá de quien nos escriba -intervino Anasagasti, melancólico.
Resbaló un tronquito en el fuego. Arzalluz se inclinó hacia delante para corregirlo. La hoguera escupió chispitas ruidosas.
-Por fortuna -intervino El Brujo, hasta entonces abstraído- los sioux y las sioux escribirán su propio relato.
-Bueno, bueno -Arzalluz levantó tanto la barbilla que parecía querer tocarse la frente con ella. Me mostró un cuaderno, lo acarició, se abanicó con él-, escrito, lo que se dice escrito, ya está escrito. Y para los rostros pálidos tenemos un plan ideal: ¡como alemanes en Mallorca!
-Eso -apoyó Egibar, sobreponiendo sus risas a los relinchos de los caballos, nerviosos por las voces de Arzalluz-. Se mete a todos los rostros pálidos en un avión y ¡zumbando para Mallorca!
-No bromeéis con eso -se inquietó Anasagasti.
-Te tengo dicho que le tapes los oídos al Trenzas cuando hables de esas cosas, Egibar -recriminó blando Arzalluz.
-¡Que se vaya a Mallorca también El Trenzas! -se revolvió Egibar.
Seguro que si se lo miramos le sale un errehache chuchurrío.
-¡Egibar! -se escandalizó Arzalluz-. ¿De dónde has sacado esa palabra? Chuchurrío es... es... ¡es una expresión sureña!
Egibar se ruborizó. Anasagasti se puso en pie para danzar alborozado.
-¡Egibar a Mallorca -cantaba-, Egibar a Mallorca!
-¿Qué hacemos, Brujo? -se desasosegó Arzalluz.
-¿Mirar para otro lado? -habló El Brujo, con su habitual agudeza.
-¡Todo esto es culpa suya! -me acusó Arzalluz-. Los extranjeros siempre traen problemas. ¿De dónde ha salido usted? ¿No será uno de esos Socialistas Perdidos que pululan por la Isla?
Acercó su nariz a la mía hasta que quedaron pegadas. En su frente refulgían las llamas de la hoguera: el plumaje de jefe sioux se abrochaba en un pequeño diamante.
-¿O acaso -prosiguió Arzalluz, su voz se había convertido en un silbido suave- le envían para culparnos de la muerte del gato Simbotas? Eso somos, ¿no? Los culpables ideales de todo. No lo niegue, es usted un enviado de esa mezcla de capitán Garfio y general Custer que busca exterminarnos ¡como a bichillos!
-¡Xabier! -se escandalizó El Brujo-. ¿Qué clase de sufijo es ese? Bichillos es una expresión... ¡sureña!
-¡Arzalluz a Mallorca, Arzalluz a Mallorca! -cantaron y danzaron Egibar y El Trenzas
-¡Maldición! -Arzalluz, enfurecido, se arrancó la corona de plumas y la arrojó al suelo. El diamante rodó unos metros hasta perderse bajo las pezuñas inquietas de los caballos-. ¿Cómo ha llegado usted aquí?
111 Manuel Fraga aleteaba con sus zapatones a modo de hélices: tenía un volar pesado, pero velocísimo, y no era fácil seguirle a través de las nubes.
-Mi querido amigo -me habló sin perder el rumbo de su vuelo-, nos dirigimos a la Isla de Nunca Jamás, también conocida como PPaís de los Telediarios. Allí se sentirá como en casa, porque nadie es real. Es el lugar donde la realidad no importa. Se lo digo yo, que llevo cuarenta años viviendo dentro del televisor. ¡Pero no se retrase usted, mi querido amigo, y aproveche las corrientes! Utilice el pompis como timón. Así, así, como yo, así, eso es. ¡Descendemos ipso facto!
Contuvo la respiración, aletearon alegremente sus zapatones y, tensando y destensando los tirantes como si se tratara de un fuelle, descendió a tierra firme. Yo traté de imitarle pero, carente de tirantes, me desvié de mi trayectoria, yendo a caer en el campamento sioux, donde obtuve el diamante que buscaba... y un billete de avión para Mallorca.
112 -¿Te gustaría una España con ayudas a la familia o sin ayudas a la familia? ¿Con más servicios sociales? ¿Con vivienda y sanidad para todos?
Quien así me hablaba era Zapper Pan, el capitán de los Socialistas Perdidos de la Isla de Nunca Jamás. En sus manos no había nada, tras él no había nada, ni nada había a su alrededor, a pesar de lo cual no cesaba de hacer trazos en el vacío y congratularse de sus éxitos.
-Ponle guarderías gratuitas y empleo estable para todos, Zapper -le animó Cándido Méndez desde lo alto de una encina.
Con gesto seguro, Zapper Pan trazó en el aire dos líneas imaginarias más que acabaron de conformar su programa electoral.
-¿Qué le parece? -surgió de debajo de una seta Jesús Caldera, también vestido de hojarasca-. ¿Es un monstruo o no es un monstruo?
-Es capaz de tumbarse en el aire y no caerse -sonreía Pepe Blanco, orgulloso de Zapper Pan- porque es tan ligero que flota y, cuando le soplan para deshacerse de él, sólo consiguen que vuele más aprisa.
Zapper Pan permanecía, en efecto, tumbado en el aire, sin sujeción alguna, aparentemente ajeno a las alabanzas que se vertían sobre él, pero el brillo de sus ojos le traicionaba: la vanidad era su punto débil.
-Pero entonces -me dirigí a Jesús Caldera-, ¿no habla en blanco?
Sentí un tirón en el pelo y un tintineo de campanas. Campanilla era tan diminuta que no pude distinguir si el hada protectora era Trinidad Jiménez o Felipe González. Zapper descendió de su mecedora de aire y se me encaró, desdeñoso.
-Ponga usted radios, periódicos y televisiones a mi servicio, y veremos si hablo en blanco o me crece el carisma. ¡Que levanten la mano los que piensen que no tengo carisma!
Se oyó de nuevo un tintineo de campanas (lo que confirmaba la identidad de Campanilla: era Felipe). En fin, ciertamente, rodeado de los suyos, sin adversarios a la vista, José Luis Rodríguez Zapatero no hablaba en blanco.
-No lo cures -había dicho Pablo, dos días antes.
La advertencia de Pablo tenía un significado distinto al que yo había imaginado. Pablo, mi amigo Pablo, había adivinado que, en el momento en que José Luis Rodríguez Zapatero dejara de hablar en blanco, su papel como ayudante del investigador en este relato acabaría y, por lo tanto, moriría. Pablo, pues, acababa de morir. No era yo quien estaba en peligro por vivir en un sueño ajeno, sino todos los demás, por estar en mi relato.
-¡Que nadie se mueva! -la voz del Capitán Garfio cayó sobre nosotros como un manto de hielo. Tras él se alineaban todos los piratas del PPaís de Nunca Jamás.
113 -¡Temblad ante el capitán Aznar! -cantaba Jaime Mayor, acompañándose de una lira, como Assuracentúrix, el bardo de Astérix-. Mirad hacia su mano izquierda, que perdió con la mayoría absoluta. Ahora en su lugar tiene un garfio, con el que todo lo desgarra.
-Basta de majaderías, Jaime -dijo el capitán Garfio mesándose el bigote, quitándose solemnemente las gafas para mirarme con fijeza-. ¿Se puede saber quién ha traído aquí a este intruso? ¡¿Acaso estoy rodeado de inútiles?! ¡¿Es que nadie sabe que el menor contacto con la realidad es para mí peor que la kriptonita para Supermán?! ¡¿Quién ha traído a un ser real al PPaís de Nunca Jamás?!
-¡Yo fui! -resopló Manuel Fraga, pirata en bañador, moda Palomares 1969.
-¿Y por qué, si puede saberse? -dijo Garfio sin apearse del menosprecio.
-Con la noble intención de provocar un cataclismo. ¡Sí, un cataclismo! Y ello porque los grandes males se atajan con grandes remedios, y sólo así te hubiera obligado, krido psidente -se emocionó Fraga, se atropellaba- ¡a rconsderar sabsurda dcsión d rtirarte!
-Aprende, José Madía -dijo Acebes a Michavila -cómo don Manuel, a sus añods, habla en móvil, el lenguaje de lods jóveneds.
-Gracias por tus enseñanzas, Dixie -replicó Michavila.
Parsimoniosamente, con una cierta tristeza, Aznar fue despojándose de la peluca, de la casaca roja, las puñetas de puntillas blancas, las botas de cuero negro, las calzas rosadas... y el garfio. Más de veinte pares de ojos se clavaron en el garfio. Otros tantos se adivinaban en la oscuridad.
-El garfio ni tocarlo -vibró la voz de Ana Botella, La Piratesa.
-He aquí la solución al caso, señor Presidente -dije-. Don Manuel acabó con el gato Simbotas.
-¡Pero qué dice este lechuguino! -se enfureció don Manuel, y su hipohuracanado grito me empujó varias decenas de metros-. ¡¿A que le retuerzo el tubillo?!
-Sepa usted -dijo Aznar, señalándome con su dedo blando- que yo jamás he tenido gato. Es usted el peor investigador del mundo. Merecería ser ministro mío. Mañana, a las nueve, le espero en mi despacho, tras mi hora y media de pesas y jooging, quince kilómetros, cinco minutos seis décimas. El juego ha terminado.
Mañana, vigesimoséptimo y último capítulo: Y punto pelota.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.