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El caso del gato Simbotas / 24 | INTRIGA EN LA MONCLOA

Pésimas noticias: lo mismo me muero

99-¡Ésta es su hipocresía, ésta es su hipocresía! -gritaba Pasqual Maragall-. Su señora se dedica a la jardinería y usted a estropear jardines. ¿Esto no es colusión de intereses? ¡Pues no pienso contratar a su señora para reparar mi jardín!

-Lo siento, ¿eh? Créame. Es que me hago mayor, no veo bien y no he encontrado el agujerito en la máquina segadora para poner el aceite.

Pujol había derramado un bidón de quince litros de aceite para coche en el césped, algo asalvajado, del jardín de Maragall. Era la réplica al manguerazo que Maragall le había propinado antes. Les oía desde el garaje del President, ante el mueble de Salvador Treserres. Era un mueble sin volumen. Sólo se podía ocultar un diamante sujetándolo con esparadrapo en la parte inferior de alguna de las baldas, como ya sucedió con las llaves de La caja de diez cerrojos que tuvieron que buscar Mortadelo y Filemón en 1976. Recorrí la superficie del mueble con las yemas de los dedos y, efectivamente, tropecé con un pequeño bultito endurecido y frío, como un clítoris de hielo. Digo yo. No sé en qué estaría pensando. Qué cosas tiene la mente, a veces, un clítoris de hielo, hay que fastidiarse. El caso es que ya tenía mi diamante. A por otro.

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-¡Le preguntaré en el Parlament por brmfgtsh!- amenazaba Maragall.

-¿Por qué, por qué? -le desafiaba Pujol, divertido.

-¡Porque sí! -replicó enfurecido Maragall.

-No, no -se desconcertó Pujol-. Digo que por qué dice que me va a preguntar.

-¡Porque me da la gana!

-¡No! -se enfurecía ahora Pujol-. ¡No le estoy preguntando la causa, sino el, sino el, sino el...! ¡Joven!

Me ofreció la coronilla. Se la golpeé para desatascarle.

-Gracias.

-¡Porque sí! -insistía Maragall, ahora ya entre risas.

-¡Me tocaba a mí! -se exasperaba Pujol-. ¡Usted no respeta nada!

Discutían asomados a cada lado del seto de la casa pareada que habían alquilado para veranear juntos, como Twedledee y Twedledum, los personajes que Alicia encontró al otro lado del espejo y que todas las tardes peleaban hasta la hora de la cena.

-Su tiempo pasó, señor Pujol -ya no gritaba Maragall, ahora parecía lamentarlo. Hizo un puchero, amagó con llorar.

-¡Usted es tan viejo como yo! -protestó Pujol.

-Pues no se retire -le desafió-, tenga valor para volver a perder contra mí.

-No perdí, no perdí, no perdí -Pujol daba volteretas laterales sobre el césped impoluto de su jardín pareado, y volvía a parecerse a Yoda, pero al Yoda de La guerra de los clones, cuando al final de la película se pone a pelear y todo el cine se parte de risa diciendo 'mira el abuelo, qué botes da'.

-¡Sí perdió! -de nuevo el exasperado era Maragall-. Catalunya me quiere más a mí.

-¿... ... ...? Artur Mas, recién llegado para sustituir a Pujol hasta que éste acabara de dar volteretas, seguía hablando en blanco, como Zapatero.

-¡Con usted no va esto, Bienpeinao! -se encolerizó Maragall.

-¡¡¡... ... ...!!! Mas intentaba inútilmente llamar la atención vociferando en blanco, como cuando uno está dentro de un sueño y grita para despertarse sin lograr hacerse oír.

100 ¿Qué habría querido decirme Pablo al advertirme de que no intentara curar a Zapatero ni a Mas?

-No lo cures -me había dicho Pablo-. Si intentas curarlo y logra hablar, puede que...

Se había quedado sin batería. Me hablaba desde el aeropuerto de Roma. Por eso no habría vuelto a telefonearme. Contando con la espera aeroportuaria, los retrasos, los desvíos y la pérdida de equipajes, Pablo no llegaría a su casa en Madrid hasta mediados de octubre.

-Mire, mire, President -se alborozaba Pasqual Maragall-. Ya vuelven sus hijos. Si le parece, les pedimos un informe sobre quién tiene razón.

-¡Mi hijo hace muy buenos informes y tiene perfecto derecho!

-¿El hijo tiene derecho?

-¡El Gobierno! Usted quiere negar al Gobierno de Catalunya el derecho de beneficiarse a sus mejores profesionales.

-Querrá decir beneficiarse de, no beneficiarse a.

-¡He dicho beneficiarse de!

-Ha dicho beneficiarse a.

Les dejé discutiendo, crucé el pareado para introducirme en la bodega de Maragall y celebré mi buena intuición: tenía un mueble idéntico al de Pujol, aunque le había dado un uso distinto. En lugar de herramientas oxidadas, Maragall tenía fotos. Naturalmente, fotos suyas. En el lugar previsto hallé el diamante.

Cuando salí, seguían discutiendo, que sería la versión política española del cuento de Augusto Monterroso: cuando desperté, los dinosaurios aún estaban allí.

De repente, lo comprendí, o creí comprender.

¡Mecachis las pepitas de sandía!: estaba viviendo dentro del sueño de otro. Eso era, qué tontería. Ni el gato Simbotas ni yo éramos de verdad: como el halcón maltés, estábamos hechos del material con el que se fabrican los sueños.

101 Durante el regreso en tren hacia el planeta Suégrum busqué señales que me confirmaran o desmintieran la hipótesis del sueño: esperaba ver que los relojes de cada estación se derritieran como los de Dalí, esperaba una niebla baja como la del videoclip Trhiller de Michael Jackson, esperaba que el tiempo se alargara o se contrajera a capricho... Pero no sucedía nada de eso. Todo era normal: 28 de agosto y hacía frío; el tren iba casi vacío, y a través de la ventanilla se veía la carretera atascada de coches; una avioneta ligera pilotada por Alberto Ruiz-Gallardón surcaba el cielo arrastrando una pancarta con la leyenda 'Voy a ser yo'; y el periódico destacaba en primera página que Georges Bush proponía acabar con los incendios forestales talando árboles. Todo era lógico.

-¿Por qué no hablas con Juanjo Millás? -dijo mi cuñada Cristina, sin dejar de prestar atención al televisor, siempre en busca de nuevos talentos literarios. Garabateó un número de teléfono en un post-it.

102 - ¿Quién es? -preguntó Millás, sin ocultar su fastidio.

-El caso es que no estoy seguro -dije.

-Me alegro -dijo Millás-. Me asusta la gente que no duda. Cuando averigüe algo más sobre usted, vuelva a llamarme. Detesto a la gente que duda demasiado.

-Es que no sé si estoy soñando.

-¿Ha probado a pellizcarse?

-Sí.

-Mire -se enojó-, yo escribo sobre la irrealidad, pero no tengo un consultorio. Y ahora estoy trabajando. A lo mejor usted no está soñando y simplemente está en un relato.

-¿Está usted escribiendo? -me esperancé: vivir en un relato de Millás podía proporcionarme una notable notoriedad.

-Estaba escribiendo hasta que me ha interrumpido el teléfono. Eso descarta que forme usted parte de un relato mío, porque ahora mismo usted sigue hablando, tal vez moviéndose. ¿Qué está haciendo exactamente?

-Enrollarme el cable del teléfono entre los dedos.

-¡Le confirmo que no vive usted en un relato mío! -se horrorizó.

-A saber quién me ha escrito -suspiré-. Cualquier memo. Pero lo que sospecho es que estoy viviendo en el sueño de otro.

-Eso sería para usted una pésima noticia -su voz ganó cordialidad -porque en cuanto despierte la persona que está soñando, sea quien sea, usted morirá.

Las lágrimas del replicante Roy Batty en el final de Blade Runner no eran más espesas que las mías. Ni más justas, tampoco. Qué mala suerte, ahora que empezaba a cogerle el tranquillo, lo mismo me moría.

103 -¿Pero qué tontería es ésa? -se asustó Laura-. ¿Vas a dejarnos otra vez?

-Qué arte tienes, ladrón -me dio un codazo Juanín-. Si yo le vengo a mi mujer con el cuento de que me voy de casa para averiguar si soy real o vivo en un sueño, me llevo un sartenazo de dos pares de cojones.

-Seamos prácticos, caballero -susurraba Mariano Rajoy en el teléfono-. Independientemente de estas dudas que a usted parecen atenazarle, y que a mí me parecen descomunales caralladas, ¿tiene los diamantes?

-Tengo dos -respondí.

-Pues siga buscando ¡gol! -gritó-. Coño, disculpe, qué golazo. Están repitiendo la final de la Liga de Campeones. Qué grande es Zidane.

-¿Y si la persona que está soñando conmigo despierta antes de que yo haya conseguido reunir los diamantes? -insistí.

-Caballero -suspiró Rajoy-, por trayectoria y formación, me gusta ser muy tolerante, pero lo suyo se pasa de la raya. Lo único que me consuela es que, si llevara usted razón, y todo se tratara del sueño de un tercero, en cuanto éste se despertara usted desaparecería y con usted la mayoría de mis problemas. Le recuerdo que José María Aznar ha perdido la memoria, y sólo él sabe el nombre del sucesor. A ver qué hacemos, caballero.

-O sea, el Presidente sigue igual.

-Imagínese -rió- que pregunta cómo ha llegado a Presidente si a él lo que le gusta es el fútbol. ¡Coño! Como a todos.

Consulté mi listado de políticos y no lo dudé: ¿quién mejor para ayudarme a sobrevivir que Manuel Fraga?

Mañana, capítulo 24º: Un experto en supervivencia.

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