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El caso del gato Simbotas / 25. | INTRIGA EN LA MONCLOA

Un experto en supervivencia

104 Una enorme serpiente de papel pintado, con pequeños motivos rojos sobre fondo azul celeste, recorría las calles de la ciudad. Unos indescifrables garabatos se apretujaban en la cara blanca del papel. Qué desastre. Acababa de llegar a Santiago de Compostela y me encontraba con lo más parecido a un sueño que pudiera imaginarse.

Me disponía a enfrentarme a don Manuel Fraga, y mi única documentación para enfrentarme era En el mejor país del mundo, un relato de Manuel Rivas que comienza con un puñetazo en la mesa que hace temblar el mobiliario y la pinacoteca del Palacio de Raxoi.

-Que pase el siguiente ¡ipso facto! -el puñetazo de Fraga retumbó en el interfono, y tembló el mobiliario, tembló la pinacoteca y temblé yo.

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105 -Dispone usted exactamente de ocho minutos y 53 segundos, caballero -a pesar de su aspecto imperativo, don Manuel Fraga hablaba con sosiego-, y no podré prestarle toda la atención que quisiera. Como ve, estoy redactando mi testamento político, que empezó como una breve nota de recomendación, y aquí me ve. Se sorprenderá usted de que utilice para escribir estos rollos de papel pintado. Permita que deshaga su sorpresa en un plisplás: ¿Ha notado usted el olor a pintura que hay en todo el Palacio? En efecto, joven, todo se ha remozado, todo se ha pintado. Es mi lema: no anquilosarse, volver a empezar, begin the begin, como dijo el clásico, el clásico mentecato deslumbrado por los idiomas extranjeros, como si en España, y en concreto en Galicia, no dispusiéramos de suficientes lenguas, incluidas las viperinas, como es natural. Pues vea usted que, atendiendo a mi deseo de aprovechar el verano para redecorar el Palacio, un conselleiro compró la pintura y otro compró el papel pintado. Pensará usted que he cesado a los dos. Es mi leyenda, y no niego que, en otro tiempo, no sólo los hubiera cesado, sino que probablemente me los hubiera merendado, como aquel notable Idi Amín Dadá, menudo sujeto. ¡Pero he cambiado, mi querido amigo! He cambiado, y como prueba le ofrezco un piscolabis, ¿qué es lo que desea usted? ¿Un queso, un pastel, una tarrita de miel? Por todos los santos, qué tarde se le ha hecho. Vaya forma más boba que tiene usted de despilfarrar el tiempo. Que pase el siguiente ¡ipso facto!

106 Me hicieron esperar en el antedespacho que había ocupado unos minutos antes. Un señor muy sudoroso me explicó mi situación.

-En su contra tiene usted que don Manuel jamás trata dos veces el mismo asunto. En su favor, que no ha levantado la vista del papel pintado y, por lo tanto, difícilmente le reconocerá.

-¿Y qué me aconseja? -dije.

-Si lo desea, un bedel le facilitará algunos útiles de disfraz.

-¿Y por qué habría de disfrazarme? -me asombré.

-Para asegurarse de que don Manuel cree que se trata de personas distintas con distintos asuntos. Es práctica habitual entre los conselleiros.

Una voz tronó en el interfono.

-¡He dicho que pase el siguiente! ¡Ipso facto!

Temblaron los cuadros, los muebles, los vidrios. Me armé de valor.

107 -De manera que quiere usted hablarme de un sueño que comienza con un gato. Qué curioso. Hace un momento, un tipo exactamente igual a usted pero sin bigote y sin esas extrañas greñas rojas, me planteaba la misma cuestión. He de decirle que hace unos años no hubiera tolerado esta circunstancia. Hubiera cesado a mi secretaria, por más bonitas que tuviera las piernas, he de confesarlo así, nunca me detuvieron unas piernas bonitas ante una decisión justa, de la misma forma que al gran Amancio jamás unas piernas le evitaron una internada hasta la línea de fondo. ¿Vio usted jugar al gran Amancio? En cuanto al gato, si viene recomendado por usted, que parece buena persona, podremos encontrarle un buen empleo. No nos faltan diputaciones ni alcaldías, gracias a Dios, ¿qué sabe hacer su gato, buen hombre?

-Está muerto y no es mío, don Manuel.

-Dos informaciones graves que hace unos años le hubieran valido a usted presidio, caballero. Pero he cambiado, vive Dios, y le permitiré salir de este despacho por su propio pie. Buenos días y punto redondo. Debo partir hacia mi residencia en Perbes. En realidad, hace días que debería haber iniciado mis vacaciones, pero quise aprovechar estos rollitos de papel y... ¿Aún está usted aquí? No me haga perder la paciencia, amigo mío, que he cambiado, pero no tanto.

El señor sudoroso, con tranquila resignación, me facilitó otro disfraz, aún más estrafalario, y la dirección de Perbes.

108 En Perbes:

-¡¿Pero se puede saber por qué hoy todo el mundo me habla de sueños y de gatos?! ¡Por el santo Job que es cierto que he cambiado, pero aún soy capaz de cesar a media Galicia si alguien vuelve a hablarme de cualquier felino, y punto redondo! -tenía que agacharme para esquivar los mandobles del brazo derecho de don Manuel, no era fácil mantener el equilibrio.

-Es que era el gato de José María Aznar, don Manuel -pude decir.

-Eso modifica el panorama -se calmó don Manuel y se ajustó el pantalón a su perímetro abdominal-. ¿Por qué nadie me advirtió antes? Créame, amigo... Amigo... ¿Me ha dicho su nombre?

-Raskayú Nepal, de Nueva Delhi -dije.

-Cierto. Debería haberle reconocido por ese turbante tan peculiar, amigo Raskayú. Ahora ya empiezo a recordarle. ¿Dice que nos conocimos en el siglo pasado?

-En un viaje que hizo usted a Guinea, don Manuel, pero es difícil que me reconozca, puesto que yo era un bebé.

-Eso me pasa con mucha gente. Con casi todos. Yo conocí sobradamente al abuelo de José María Aznar. Y a su padre. He de decir que los dos fueron hombres valiosos. Tras haber trabajado con el abuelo, nombrado al padre, designado al hijo, iré ahora invitado a la boda de la hija, y no descarto nombrar algún día conselleiro a su nieto, sólo Dios sabe si a su bisnieto. ¿Conoce usted ese chiste que circula por Internet sobre los apellidos del Partido Popular? Ése en el que resucita el Generalísimo y le hablan de lo lejos que han llegado los descendientes de Arias-Salgado, de Cabanillas, de Gallardón, de Fernández-Miranda, etcétera, y, cuando le hablan de Fraga, pregunta el Generalísimo: ¿Fraga? Será el nieto. Y le dicen: no, no, el nuestro, el nuestro, ja, ja, ja, qué ingeniosa es la gente, amigo Raskayú, ¿no le parece? Pero dígame qué le trae por aquí.

-Todo comenzó con la muerte del gato de José María Aznar, que...

-¡Otra vez ese maldito gato! He de decirle, mi querido amigo, que en otro tiempo, si alguien me hubiera insistido así en un tema, aunque se tratara de algo tan banal como un gato, yo mismo, con mis propias manos, hubiera retorcido el pescuezo del felino y de su valedor, en este caso usted. Pero he cambiado. Hoy sé que no se pueden retorcer pescuezos.

-En realidad quería consultarle.

-Pues consulte, mi querido amigo. ¡Madre mía, la de tiempo que ha perdido usted ya!

-Quiero sobrevivir, don Manuel.

-Ha venido usted a buscar a la persona adecuada.

109-No sabe cuánto le agradezco el diamante, don Manuel.

-Ni sabía que lo tuviera. ¡Adiós frutero! -con un golpe del filo de la mano destrozó la antigüedad que había albergado el diamante-. ¿Tiene usted nociones de jardinería?

-Ni una pizca, don Manuel.

-Entonces será usted conselleiro de Pesca. Para ese cargo no se precisan conocimientos de jardinería. Queda nombrado. Punto redondo. Que pase el siguiente ¡ipso facto!

-Pero don Manuel...

-Ni una palabra más, mi querido amigo. Cuando yo nombro a alguien, nombrado está, y nadie tiene más que decir, como es natural.

-Pero ya le digo, don Manuel, que sospecho que vivo en el sueño de otro, por lo que mi vida acabará cuando ese otro despierte. Probablemente no soy un veterinario, como creía, ni tengo un matrimonio cansado, ni una hija de 11 meses que juega con un amigo invisible, ni una amante forense. No sé quién soy y no debería lamentar el final de mi vida, puesto que no soy más que el reflejo de alguna realidad en el interior de la mente de un desconocido. Pero qué quiere, don Manuel, quiero seguir viviendo, quiero sobrevivir. Y he pensado en usted.

-He de decirle -tronó Manuel Fraga- que jamás escuché semejante retahíla de memeces. Está usted como una cabra, mi querido amigo. Y ahora, venga conmigo.

En un instante me vi en el suelo, arrastrado de un brazo por la fuerza inverosímil de don Manuel. Me condujo más de doscientos metros así, hasta el borde de un precipicio.

-Haga el favor de arrojarse al vacío -me ordenó.

-¡Pero don Manuel! -protesté- ¡Recuerde que ha cambiado usted, ya no puede arrojar a la gente al vacío!

-Ya veo -se lamentó- que voy a tener que echarle un polvo.

-¡Don Manuel! -intenté desasirme de su garra de hierro.

-Polvo de hada, naturalmente, mi querido amigo. No sea usted pervertido, que le degüello.

Introdujo su mano libre en el bolsillo de la americana a la última moda de 1968 y me bañó con un polvillo dorado. A continuación se arrojó al vacío y, como era de esperar, voló.

Mañana, vigésimo sexto capítulo: El País de Nunca Jamás

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