Babel
Traducir es un milagro. Cada cierto tiempo, Miguel Sáenz, poeta y traductor, que fue militar, espera la llamada de Günter Grass, el novelista, que le convoca para que se reúna con otros traductores que desde hace años conspiran para llevar a lenguas extranjeras lo que él escribe en alemán. Son sesiones larguísimas y muy serias, en las que el escritor también se somete al juicio de sus traductores no sólo para ajustar la armonía de los textos, sino para introducir en el original la luz que arrojan otras lenguas sobre lo que él imaginó en la suya. El resultado no ha sido sólo una traducción en equipo, con lo que eso significa de Babel extraordinaria, sino algo mucho más profundo aún: una identidad universal en torno a una primera palabra, que va rebotando como el brillo del sol en la cresta de las olas. Las estanterías están llenas de milagros así: artistas desconocidos -hasta hace poco tiempo, en España sus nombres se escondían en el interior de los libros- vierten en su propia lengua lo que ya pasa a ser parte de nuestra imaginación gracias a su intermedio. Porque los traductores no trasladan sólo lo que los libros dicen, sino que procuran hacer que el ritmo interior, la poesía que tiene la lengua ajena, haga el viaje que hacen los sentimientos cuando no sólo precisan las palabras, sino, sobre todo, la música con la que aquéllas se quedan en la memoria de los hombres. Y son libros grandes o pequeños, son miniaturas o grandes novelas, y todas esas obras se trasladan aquí, a esta lengua, con la paciencia con la que el propio autor, en su origen, las fue creando como si fueran a parar el mundo. La literatura no para el mundo, pero se hace como si fuera a pararlo, pues las obras de arte sólo existen porque detrás hay la voluntad férrea de los inconscientes, los que creen que el aire pesa y viaja y es de palabras: los traductores. Cuando esas sesiones con Günter Grass acaban, los traductores se van con la sensación de que han estado viajando dentro de un libro, y ése es también el espíritu con el que el lector sale de las obras que lee, como si él mismo, en algún momento, no fuera sólo el mero lector, ese semejante del que hablaba Baudelaire, sino también el autor, el que la hizo posible, y, aún más, el propio traductor de la obra, el verdadero artífice de lo que está leyendo.
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