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TRES MIL QUINIENTOS CARACTERES
Columna
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Encabronarse

Ramón Olano, poeta y parado crónico, lo pasó francamente mal hasta que se cruzó en su camino Yolanda, enfermera diplomada. Tienen una honorable fama de mesalinas las mujeres que se dedican a tan humanitario oficio, y casi no hay una peli porno en la que uno no se encuentre a la ATS preceptiva, con su minifalda y su cofia blanca, aliviando la fiebre de algún enfermo; pero la verdadera vocación de casi todas ellas, dios las bendiga, es la de convertirse en mecenas de un poeta, quizá porque tienen el corazón endurecido de pura realidad y necesitan que alguien se lo reblandezca a base de endecasílabos con gran profusión de ayes y de besos de luna.

Ramón Olano seguía sin ingresar un euro por sus versos, pero ya no tenía de qué preocuparse, porque Yolanda, además de mantenerlo a cuerpo de rey, se ponía para él la minifalda y la cofia cada noche, como si él fuera John Holmes en pleno rodaje. Hasta lo dio de alta en internet, para que pudiera castigar con sus versos a todas las revistas poéticas del orbe sin pegar un sello. Y Ramón, de anoréxico vate municipal con querencia por los paisajes de mucho ciprés y melancolía fue reconvirtiéndose en bardo cosmopolita de sonrosadas mejillas y alarmante inclinación por la poesía erótica de alto voltaje.

Pero la felicidad no suele durar, así que una tarde nuestro poeta no tuvo más remedio que asistir a la boda de un compañero de trabajo de su amada. La cosa comenzó a torcerse en cuanto estuvieron sentados a la mesa, porque los colegas de su mujer, sintiéndose en la necesidad de darle conversación, comenzaron a mortificarlo con las preguntas habituales. ¿Que qué le parecía tal o cual best-seller, que qué opinaba del libro de poemas de un conocido cantautor? Con lo que, tras haber descalificado a los cinco o seis superventas de turno, se sentía ante los ojos de sus contertulios como un párroco de pueblo enmendándole la plana a Jesucristo. ¿Por qué nunca le pedían su parecer sobre Tolstoi o sobre Quevedo? Y cada vez que alguno le palmoteaba la espalda -como el que hace un gran favor- diciéndole que a ver cuándo le regalaba un libro suyo, Ramón tenía que tragarse las ganas de contestarles que lo haría encantado, en cuanto ellos le regalarán una liposucción o un tratamiento de acupuntura para dejar de fumar.

Mientras trataba de capear el temporal de las preguntas literarias estúpidas contraatacando con una batería de preguntas disparatadas sobre el cáncer y el sida, el jefe de servicio no paraba de reírse y de agarrar por los hombros a Yolanda, a la que todos llamaban cariñosamente Sugar. Resultaba bien penoso contemplar la familiaridad con que aquellos desconocidos trataban a su musa, pero el asunto empeoró después de la cena, con los primeros compases de la orquesta, porque cada vez que uno sacaba a bailar a Sugar y se apretaba más de la cuenta, luego sentía la necesidad de acercarse a él para hablar un rato de literatura, y no hay nada que cabree más a un escritor celoso que un desaprensivo capaz de cortar una pierna o extirpar un riñón con la polla tiesa dándoselas de lector, mientras su novia le enjuga el sudor de la frente.

¡Conque Sugar, eh!, le espetó el poeta a Yolanda en cuanto terminó la fiesta y se encontraron solos en el coche. Y cuando ella le aseguró que le habían colgado ese mote por su costumbre de añadirle seis terrones de azúcar al café, él ya andaba componiendo mentalmente una elegía lacrimógena mientras echaba la cabeza hacia atrás, por miedo de romper con los cuernos el cristal del parabrisas.

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