Finales de agosto
Y fueron felices para siempre. Así acababan antes (antes de que se volatilizaran las últimas reservas de inocencia de sus destinatarios) los cuentos infantiles. Era el final canónico, con o sin el almuerzo a base de perdices escabechadas, de esta clase de cuentos. Por desgracia, sabemos hace mucho que nada es para siempre y que el broche final de estas historias era pura retórica. Es verdad que hay finales felices, pero la mayoría de nosotros no ignora, como escribió una vez un aguafiestas llamado Jaime Gil, que 'envejecer, morir, es el único argumento de la obra'.
Agosto también da sus boqueadas. Su final está cerca, pero con el currículo que se ha labrado en estas tres semanas, habrá que tocar madera o cruzar los dedos hasta el día 31. Ya ha pasado de todo este mes, desde la grandes riadas europeas a la muerte anunciada de Chillida. Sin embargo, todo puede pasar mientras el tiempo pasa.
El del universal escultor vasco ha sido, realmente, un final admirable. Pocos artistas dejan a su muerte una familia unida y una obra respetada tan unánimemente como su irreprochable biografía. No es el caso de otros muertos de agosto. Muertos que no han salido en la secciones de Cultura de los periódicos, sino en las turbias páginas de sucesos. Muertos que no han tenido muertes ejemplares, por cierto, sino fines atroces, como el del hombre de 89 años que mataba a su esposa de 90 y se arrojaba por una ventana de su domicilio en el distrito madrileño de Villaverde. Eso fue el miércoles pasado. La muerta padecía demencia senil y una artrosis severa que le impedía andar. Dos días antes, en la localidad leonesa de Cacabelos, un hombre mató a su madre paralítica arrojándola desde un balcón. El hombre, enfermo de depresión, advirtió a sus vecinos de que, muy pronto, su madre 'dejaría de quejarse'.
'Si a un cojo guía un ciego', escribió Blas de Otero, '¿qué harán sino caer, caer, caer'. Hay en estos finales de agosto, además de enfermedad, dolor y sordidez, algo de responsabilidad común. Hay demasiados viejos solos o mal acompañados, desatendidos por las instituciones. Mejorar sus finales debería ser una obligación. No es por desgracia un tópico veraniego el de los viejos abandonados en las gasolineras. El Estado del bienestar no garantiza un final aceptable a los ancianos que cumplieron su ciclo productivo y viven lo que en el baloncesto llaman 'los minutos de la basura'. Eso es para muchos ciudadanos -minutos, días, años de basura- el último tranco de su vida.
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