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LA MUERTE DE UN PACIFISTA
Columna
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Recuerdos de Chillida

El autor recuerda que el escultor acudía sin falta a las primeras concentraciones pacifistas minoritarias en San Sebastián.

Fernando Savater

A las primeras concentraciones donostiarras que convocaba Gesto por la Paz tras cada muerte en la absurda sangría vasca solía asistir bastante poca gente. Un puñado de abnegados entusiastas reunidos en la Plaza Guipúzcoa, a las ocho de la tarde. Una pancarta pidiendo paz, un cuarto de hora de silencio y al final un redoble de aplausos. Estos plantones eran algo insólito entonces, en aquella era remota y desolada (¿hace cuánto: doce o quince años?). Entre nosotros nos conocíamos casi todos, pero había pocas caras famosas para el observador exterior. La gente popular no tenía claro qué ganaría asomándose por allí (lo que se podía perder era más evidente, pues los grupos de hostigadores que a menudo teníamos enfrente dejaban poco lugar a dudas); y la gente fina, sutil, la crema de la intelectualidad, recela firmemente de ese tipo de ingenuas demostraciones en la vía pública. Ni con unos ni con otros, las cosas siempre son más complejas... Además ellos están demasiado ocupados escribiendo, meditando, componiendo, pintando, filmando sus obras maestras. ¡Que salgan a la calle los jubilados y las amas de casa!

Me aferro al recuerdo de Eduardo, su bello perfil en aquellas tardes de rebeldía

Entre aquellos ciudadanos donostiarras de la primera hora, el más célebre sin duda era Eduardo Chillida. Entre los demás, como cualquiera de los demás. Erguida con sencillez su hermosa cabeza, tan fieramente humana. Y a su lado Pilar, claro: siempre con Pilar. Años después nos tocó llevar juntos, con muchos más, la pancarta en una manifestación para exigir la libertad de un secuestrado (creo que era Julio Iglesias Zamora), una marcha

que acabó en el recién inaugurado estadio de Amara, abarrotado de público. Mientras atravesábamos lentamente el recinto hacia el improvisado escenario donde se leería el comunicado final del acto, le comenté que él no podía comprender la emoción que yo sentía en ese momento. ¡Claro que sí, hombre -me dijo- tanta gente aquí, las voces de aliento y de protesta, etc...! 'No', le contesté, 'no es eso. Es que tú además de escultor has sido futbolista y yo es la primera vez que piso un campo de fútbol'...

Luego una importante editorial suiza decidió publicar un volumen de gran lujo, una joya bibliográfica ilustrada por Eduardo y con textos de Cioran. Como Chillida no le conocía, Cioran tenía miedo de que no aceptase el encargo, que a él le venía muy bien porque atravesaba una de sus crónicas apreturas económicas. Cuado ya todo estaba felizmente convenido y en marcha, un grupo de ácratas artísticos pintarrajeó el Peine de los Vientos, una de las piezas más queridas por Eduardo, adornándolo con citas anti-establishment tremebundas entre las que había varias de Cioran. No deja de ser conmovedora la pasión de muchos anarcos por Cioran, quien era un conservador desesperado que consideraba no ya a los enemigos radicales de los establecido sino a cualquier modesto sociademócrata como dementes o falsarios: tenía en general poquísima simpatía por cualquiera que creyese posible cambiar algo en el mundo para mejor... salvo quizá en Rumanía. El caso es que Chillida se enfadó bastante -o a Cioran le contaron que se había enfadado- y mi amigo rumano, demasiado rumano, me pidió que interviniese para aclararle que él no tenía nada que ver con la profanación. Al final todo se arregló, el libro se hizo y resultó muy bien. Yo pude nada más echarle un vistazo en casa de Cioran, porque su precio resultaba francamente prohibitivo... Además venía a ser un poco demasiado voluminoso para mis gustos bibliográficamente minimalistas.

Últimamente me cruzé varias veces con Eduardo Chillida, durante mis paseos yendo o volviendo del Peine de los Vientos, que él también hacía de vez en cuando. La atroz enfermedad le iba minando poco a poco. A veces charlábamos normalmente y otras me saludaba con suma cortesía, como si no me recordase: '¿Viene usted mucho por aquí? ¿Le gusta San Sebastián?'. Todos estamos hechos de frágil y engañosa memoria, de irreparable olvido. Antes de que todo lo demás se borre, me aferro al recuerdo de Eduardo en la plaza Guipúzcoa, aquellas tardes de rebeldía, entre la gente y con la gente. Alto y piadoso su bello perfil, trabajado por el esfuerzo, por el empeño, por la búsqueda de formas: el artista en la plaza pública, convertido él mismo en obra de arte civil.

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