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Columna
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Un mañana no tan lejano

Llevamos ya tres décadas especulando sobre las consecuencias que el creciente deterioro de la naturaleza puede provocar sobre nuestras vidas y las de las nuestros hijos o nietos. Al principio, las voces más críticas sobre el alcance de la crisis ecológica eran ahogadas con la coletilla de que se trataba de los costes del progreso. Luego, semejante imbecilidad dejó paso a otros argumentos un poco más sofisticados: carecemos de evidencias científicas suficientes sobre lo que puede ocurrir a medio plazo, por lo que es prematuro tomar decisiones. De nada han servido hasta ahora las voces de la comunidad científica reclamando la necesaria preeminencia del principio de precaución -es decir, no hacer aquello cuyas consecuencias son desconocidas-, ni las solemnes declaraciones de las cumbres internacionales exigiendo un cambio radical en las relaciones entre las personas y la naturaleza como condición básica del progreso de la humanidad.

Hasta el presente, las únicas reacciones al deterioro medioambiental han tenido como origen la evidencia de riesgos inmediatos para la salud de las personas, la degradación manifiesta de espacios urbanos o rurales, o la pérdida de recursos comercializables a corto plazo. Actuamos a favor de la preservación del medio ambiente sólo cuando su degradación nos afecta directamente, causándonos molestias perceptibles. Lo demás, lo que pueda ocurrirles a nuestros hijos o nietos es ya cuestión del mañana, asunto que no nos incumbe. Hemos ido así larvando un conflicto de profundas consecuencias filosóficas y políticas. Un conflicto, entre generaciones actuales y futuras, en el que una de las partes no tiene voz, ni instrumentos con los que defender sus intereses. ¿Quién representa a los que todavía no han nacido? ¿Quién responderá dentro de cincuenta años de posibles resultados no deseados de procesos tecnológicos actuales en la industria, en el transporte, en la agricultura...? Siempre me ha producido estupor la arrogancia con la que los dirigentes de algunos países deprecian los intentos de acordar políticas internacionales de protección del medio ambiente, aduciendo supuestos intereses nacionales. Siempre me he preguntado si estas personas no tienen descendientes, o si es que la borrachera del poder les hace creerse inmortales, incluyendo a sus familias presentes y futuras.

Lo cierto es que nunca en tan pocas décadas se habían alterado tanto las condiciones de la naturaleza y, lo que es casi peor, nunca se había destruido tanto conocimiento científico sobre la misma, acumulado durante decenas de generaciones. Antes, con muchos menos medios, la gente conocía y cuidaba la naturaleza por una simple cuestión de supervivencia, consciente de que era su única fuente de vida. Hoy, cuando muchos niños no saben de dónde viene la leche, ni el papel, ni la gasolina, resulta harto complicado hablar del mañana y de las condiciones que pueden hacer inviable el progreso de la gente.

Sin embargo, de tarde en tarde, el futuro parece querer anticiparse, como enviándonos un aviso a modo de preludio. Puede ser el caso de las inundaciones que han asolado el centro de Europa, generando unas pérdidas probablemente muy superiores a lo que creemos ahorrarnos con procesos productivos que desconsideran la importancia del medio natural. Esta vez no ha sido en Bangladesh, ni en Centroamérica, en donde la precariedad del presente difícilmente permite a la gente pensar en el futuro. Ha sido en el corazón del mundo industrializado en donde la naturaleza parece haberse rebelado, tal vez como anticipo del temido cambio climático. Puede que el conflicto se esté aproximando más de lo que algunos quisieran, y que ya no se trate de problemas que amenacen a nuestros nietos, sino de cuestiones que nos afectan directamente a nosotros mismos, obligándonos a tomar cartas en el asunto. Pero puede que, una vez más, se impongan la insensatez de pensar en que todo ha sido casual y que no pueden demostrarse las relaciones causa-efecto. Dentro de pocos días comenzará una nueva Cumbre de la Tierra en Johanesburgo. Una nueva oportunidad para reaccionar y hacer valer nuestra supuesta condición de homo sapiens. O quién sabe si un nuevo hito en la evolución de la estupidez humana.

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