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SENDEROS DE GLORIA
Columna
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El valle de Petrarca

Luis Cernuda, en uno de sus sabrosos estudios de literatura, reconstruye la gestación de Las Elegías de Duino: 'Rilke subió por el sendero estrecho que une los bastiones salientes, a levante y poniente, al pie del castillo, donde las rocas cuelgan sobre el mar en brusca vertiente de unos 60 metros. Súbitamente, mientras meditaba, le pareció oír una voz que clamaba a través de los rugidos del viento '¿Quién, si gritara, me oiría entre las legiones angélicas?'. Y sacando el cuaderno de notas que siempre llevaba, escribió esas palabras, formándose por sí mismos otros versos más, sin esfuerzo consciente por su parte'.

Esa voz desconocida que clamaba entre los acantilados, es recurrente en la obra de Rilke. Si acudís hasta el castillo de Duino, cerca de Trieste, y recorréis el itinerario rilkeano, o bien si visitáis Ronda, y os admiráis ante el Tajo, en ambos casos os conmoverá la fragosidad de los elementos, la corporeidad del viento, la imponente y salvaje naturaleza. Rilke escribió a Merline que los murmullos de la naturaleza servían 'de trama constante al tejido de los sueños'. Unos sueños, o unas ensoñaciones, algo rousseaunianas, donde la naturaleza se presenta como refugio de un alma dolorida, cuando no como fuelle avivador de los sentimientos dormidos. La imagen de la amada resurge entre los elementos naturales: su voz en el viento, su sonrisa, su perfume, sus cabellos... Cesare Pavese escribe en su Oficio de vivir que la poesía comienza cuando cualquier infeliz dice ante el mar 'parece de aceite'. Si el infeliz se llama Rainer Maria, ¡cielos! ¡qué inflamación de la lírica!

El mar, el fragor del agua, se nos muestran como exutorios del amor sin esperanza. El primer poeta de la naturaleza fue Francesco Petrarca, que a los treinta y dos años se refugió en un viejo molino del valle de Vaucluse. Os animo a que visitéis la casa del poeta, transformada en el más entrañable museo petrarquista. Cerca surge la fuente gigante que nace del corazón de la montaña, y que cae vertiginosamente en una cascada de 230 metros de altura hasta un valle en forma de circo (Vaucluse, o en provenzal Vauclousa, procede de 'Vallis Clausa', valle cerrado). En tiempos de Petrarca parte de las aguas verde esmeralda de ese río -que los ribereños conocen como La Sorgue- correría por debajo mismo del molino. Petrarca cantó desde aquellos paisajes a su amada Laura, y recuperó la voz poética: 'Aquí, conmigo mismo, en esta aislada morada, viven, de vuelta de su exilio, las Musas', confesó en una de sus cartas. Su amada Laura, casada con un Sade y con el cual tuvo once hijos, residía con frecuencia en el castillo de Samaune, a unos pocos kilómetros de distancia.

Petrarca vivirá en Vaucluse durante 16 años, y será el primer poeta (al menos, el primer poeta occidental) en ascender a una montaña y considerar el paisaje como una experiencia estético-emocional. En una carta de 1336, describe su ascensión al Mont Ventoux: 'Desalentado, me sentaba a menudo, y allí, pasando rápidamente de las cosas del cuerpo a las de la mente, me hacía este tipo de reflexiones: 'aquello que tantas veces has buscado, hoy escalando esta montaña se repetirá para tí y para tantos otros que quieran tocar la beatitud'.

Visitad Vaucluse, os aseguro que no os defraudará. Quizá entre las aguas cristalinas de La Sorgue encontréis -toquéis- la beatitud del poeta. O quién sabe si el fragor del agua os reavive la voz de un viejo e iniciático amor, de un amor que creíais totalmente olvidado.

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