La casa
La casa es nuestra cáscara. Más que el caparazón de una tortuga que, en definitiva, no la envuelve por entero. La casa es nuestra investidura. Siempre vamos o venimos de casa y la casa, mientras cumplimos la vida cotidiana, nos acompaña sin cesar. En vacaciones, sin embargo, nos deshacemos de la casa del mismo modo que otros animales se liberan de una piel y ambulan desnudos.
La casa ha quedado, no obstante, allí, en la ciudad, no se biodegrada como las pieles desprendidas de los otros seres vivos. La casa continúa en pie, indemne y con la boca abierta. Vacía de nosotros y sin poder cerrar sus fauces porque continúa a la espera de volvernos a albergar. ¿Cuándo? La casa no lo sabe ni puede preguntarlo. Sus cuartos sin nadie, sus pasillos sosteniendo la altura, el salón conservando el vacío se constituyen en una forzada guarda de nuestra ausencia. La familia chapotea en el mar, lanza risotas bajo el chiringuito, duerme la siesta a pierna suelta y entretanto la casa se encuentra en estado de ataraxia. Quieta, tensa, dejándose penetrar por las hileras de luz y sin moverse. Se habla mucho de los perros abandonados pero la situación de la casa es incomparablemente peor. Mucho más dolorosa y grave. No conoce dónde estamos ni puede comunicarse con nadie.
La casa se ocupa y se desocupa como si ella no existiera cuando nuestra existencia es imposible de describir sin la vinculación a la morada. La vivienda, de hecho, es parte de nuestra vida, pero basta que llegue el verano para que la olvidemos como un subproducto clausurado a las espaldas. ¿No pensará nada la casa siguiendo la teología de Teilhard de Chardin? ¿No será un ser orgánico y latente que sólo por su silencio confundimos con la nada? O, peor aún, con un elemento de quita y pon, existente e inexistente a voluntad, habitable o deshabitable como un pensamiento superficial y pasajero. La casa, en cambio, es mucho más, y si en el piso entraran los ladrones sentiríamos que han penetrado en nuestro albergue corporal más íntimo. Entonces, ¿cómo es posible dejarla a su suerte, no llamar al contestador, no facilitarle compañía, cómo no regresar pronto a su encuentro desde la culpable banalidad del veraneo?
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