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Crítica:'BARAKA' | CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Hermosa rareza veraniega

El verano cinematográfico español, aunque hay quien quiere convertirlo en el futuro en un tiempo propicio a los grandes estrenos 'a la americana', hoy por hoy sigue en lo esencial siendo el mismo extraño batiburrillo de siempre. Por un lado, las dueñas de la mayoría de las pantallas españolas, que son las distribudoras norteamericanas, aprovechan la desertización para soltar restos de sus lotes y meternos a granel la morralla de la morralla. Y por otro, y ésta es la cara buena de este mal tiempo de cine, la canícula abre inesperadas brechas de público y esto permite que algunas pantallas se llenen de cine inusual, de ese que no tiene cabida en las programaciones de los meses punta, copados por Hollywood. Es el caso de esta Baraka, recien estrenada en Madrid con aires casi clandestinos, que parece haberse colado sin permiso en un cine de la Gran Vía.

BARAKA

Dirección y fotografía: Ron Fricke. Guión: Fricke, Genevieve Nicholas, Mark Magidsen, Bob Green. Música: M. Stearins, Dead Can Dance, David Hykes, Harmonic Choir, Somei Satoh. U K, 2001. Género: documental. Duración: 100 minutos.

Es Baraka una delicada y esplendorosa rareza. Está hecha a lo grande -sin escatimar a la luminosa y magnética cámara de 70 mm de Ron Fricke saltos de edificio a edificio, de calle a calle, de ciudad a ciudad, de país a país, de territorio a territorio y de continente a continente- con una rica y vastísima materia documental arrancada con elegancia y delicadeza de las cuatro esquinas de nuestro -de pronto envejecido- joven planeta. Y éste se nos hace más nuestro, más manejable y más cercano gracias a la mirada de un equipo de cineastas al servicio de un poema visual ancho, dolorido y ambicioso, frontal y fraternal, que a veces peca de ampulosidad, pero que compensa con creces esta debilidad retórica, por otra parte no exenta de nobleza. Trata de nosotros, de nuestro suelo, de nuestra casa común, de nuestra Tierra, que se nos apaga.

Fue rodada en 24 países. Llena la pantalla con asombrosas tomas de asombrosos lugares de Delhi, São Paulo, Nueva York; de alturas del Himalaya y del Karakorum, de prodigios del teatro ritual de Bali y de danzas de Papúa, y de los masai, y de los maorí. Captura el silencio de las ruinas de Angkor y el estruendo de la devastación de las selvas del Amazonas; los ritos de purificación en las orillas del Ganges y los rezos letánicos en el Muro de las Lamentaciones, en la pagoda de Kioto, en la mezquita de La Meca, en Santa Sofía y en San Pedro. Y atrapa el golpe deslumbrador del Taj Mahal, de los palacios de Samarkanda, de las grandes ruinas asirias, egipcias y griegas; y, sin salto, los bancos de los arrozales de Laos y, tras ellos, las míseras colinas de Medellín, los vertederos de Calcuta donde multitudes hurgan en busca de algo que llevarse a la boca.

Sigue el universo devastador de los volcanes, los desplomes de las grandes cataratas, las innumerables migraciones de aves, la lenta espera a la llegada de la basura humana en la última pureza de las islas Galápagos. Y los altiplanos y los enormes cañones que albergan los misterios esenciales de la naturaleza rota, enfurecida, hostil. Y la sombra de la inmensa e indescifrable roca roja de Australia y sus últimos aborígenes. Y, en las antípodas morales, la hacinación de la miseria de América y África, el bestial esclavismo de mujeres en las y los prostíbulos fábricas de Asia, el dantesco paisaje de la indigencia en Europa y Estados Unidos, la no menos dantesca peste del petróleo en el infierno del Golfo y su sucia guerra. Y la sombra de Auschwitz y las huellas genocidas de los jemeres rojos. Y más.

Es una mirada aterrada y esperanzada a la Tierra. Una mirada al mismo tiempo herida y enamorada. Todavía -nos dice esta elocuente película sin palabras, llena de hermosas, hipnóticas, músicas sonoras y hermosas músicas calladas, hechas imagen- es posible la percepción íntima de lo remoto. El planeta se muere debajo de la pezuña humana, pero conserva su honor y su gallardía en el rostro perplejo y asustado de los últimos pueblos inocentes. Baraka atrapa y honra con emoción a ese rostro, la nostalgia de esa inocencia.

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