La vuelta de la tortilla
Contaba un vecino de ahí, de Tudela, que cuando pusieron el primer retrete en un bar de Tafalla traía anexo un cartel con la palabra 'Tirez', ya que era francés. Con eso se quería exponer que había que tirar de la cadena después de usarlo. Harto de que nadie lo hiciera por no entender, qué cosas, la lengua, el propietario puso encima del viejo aviso otro que decía con mucha precisión: 'Tirad del Tirez', para asombro del orbe y de un Molière que daría patadas en la tumba viendo como frente a eso sus Preciosas Ridículas no pasaban de cursis. Lo que no pudo saber José María Iribarren, pues a él debemos la anécdota, es que andando el tiempo las tornas volverían a repetirse sólo que en territorio francés, más en concreto en la estación de Hendaya, en cuyo bar se puede leer también un 'Tirez' sobre el pomo de la puerta, pero como los de aquí siguen sin comprender la histórica admonición, una mano misericordiosa ha añadido un rótulo con una admonición rotunda: 'Tirad la puerta', que, afortunadamente para los trenes y los propietarios del negocio, nadie parece haber seguido ni al pie de la letra ni al pie de la vía.
Esto del francés, con perdón, viene a cuento de la tortilla de patatas. En otro tiempo se le llamó española para oponerla a la francesa que se tenía por una tortilla pobre al no contener más que huevos. Hoy, por lo menos aquí, a nadie se le ocurriría llamar de aquella manera a la tortilla de patatas y, mucho es de temer, que ya se le esté llamando a la otra, a la gabacha, tortilla de Iparralde o continental menospreciando a los muchos franceses que ayer acudieron al concurso de tortilla de patatas, porque a los franceses les gustan nuestras fiestas sólo porque tienen algo más que huevos, a menos que las encuentren un grado por encima del punto de congelación de las suyas. El día acompañaba, es decir, freía, cosa que no lograba desde hace meses. Alineadas sobre las mesas brillaban, ô la la, 175 tortillas como 175 soles, y es que el sol tiene mucho efecto multiplicador.
Unas eran amarillas fosforito, otras paliduchas, como si hubieran padecido el verano de La Concha, aquéllas lucían un saludable bronceado, las menos, perifollos de perejil que habían entregado la cuchara a la calina. Entre los soles de patata y huevo iba y venía picoteando el jurado distraído por la constante atención a los medios. Desde las vallas y presas de los nervios, algunas cocineras pedían que se probara la tortilla que habían pasado por alto a menos que predispusieran pícaramente a favor de la suya piropeando a tal o cual miembro del circunspecto tribunal. Fallaron los jueces, ganó una señora llamada María Cao -no fue, pues, decisión a los puntos-, y el respetable se disolvió con ganas de echar el diente a tan abundante manjar recordando aquellos años en que se podía entrar a saco sobre el certamen para luego ensuciarlo todo incluido el Tirez. Se fueron también los franceses que no sabían nada de eso, pero que habían dejado escrito como quien dice en la vuelta de la tortilla su abandono del romántico proyecto de conurbación vasca porque no se hacen tortillas sin romper huevos y mucho huevo hay que tener para ingresar voluntariamente en la tortilla, digo, en el llamado conflicto vasco. Es lo que tienen las fiestas, programan tortillas y le vuelven a uno trascendental. O sea que no vayan, si acaso despídanse a la francesa. Que también está rica entre pan y pan, digo, cuando es tortilla.
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