Atraco a las tres
'Aficionados, que sois todos unos aficionados'. El latiguillo con que Galindo (Sergio Pazos), padre del plan de Atraco a las tres, fustiga al resto de la banda -tras la tentativa frustrada de dar el golpe en su propio banco- mientras posan para El Caso, bien pudiera dirigirse al público asistente al estreno en el Principal de Vitoria como elogio, porque hay que ser muy aficionado al teatro para aguantar hasta el final la función sin devolverle a la compañía de Esteve Ferrer, como un cantar de ida y vuelta, tal calificativo.
Ignoro las razones de la reposición y adaptación -o remakellaje- de esta comedia, que triunfó en el cine, al teatro -siguiendo los pasos de El verdugo, de Luis García Berlanga-, y más si como en este caso se desentierra el amable anticapitalismo autárquico de nuestro pequeño mundo de los años 60; pero, de hecho, salvando la puesta en escena -decorado y efectos de luz y sonido-, la representación avanza torpe y atroupelladamente, sin ritmo dramático y con movimiento de comedia de patio de colegio, a base de burdos remedos de los actores clásicos españoles habidos y por haber -de la película original de Forqué, tal vez-, sobreinterpretados -salvo venerables excepciones-, entre el histrionismo de uno y el asainetado tono costumbrista de género chico de otros, que exhiben tics y vicios de meritorio, no sé si haciendo bolos -en gira- o dando tumbos por las ferias de provincias.
Atraco a las tres es, pues, un atraco a las ocho y a las once, antes o después de la cena -'de los idiotas', naturalmente-, y más a la hora de retratarse ante la ventanilla abierta al público, gracias a gags de humor fácil, a un espectador de aplauso más fácil todavía, por parte de un gang de 'profesionales' que ofrece, más que el estreno de una función, su defunción.
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