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Columna
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La caricia del índice

En el Cuaderno undécimo de Kafka se cuenta de un estudiante que una noche tormentosa oyó un fuerte lamento en el patio de su vecindad. Se levantó, abandonando la lectura, y prestó oído, aunque todo permanecía silencioso. Volvió otra vez a la lectura, convencido de haber sufrido una alucinación. Pero al poco, las letras del libro que leía formaron juntas la siguiente frase: 'Nada de alucinación'. Alucinación, repitió el estudiante y, pasando a lo largo de ellas su dedo índice, tranquilizó a las líneas que comenzaban a inquietarse.

Quizá haya que ser judío para escribir esa historia. Denota una confianza en la escritura como despliegue del mundo y también una soberbia ironía sobre ese poder mismo. Y quizá haya que ser Kafka para trazar esa circularidad en la que texto y lector acaban confundiéndose, de forma aparentemente amable esta vez, aunque no deje de ser inquietante a nada que ahondemos un poco. El desmentido del texto -'nada de alucinación'- no hace sino confirmar el temor del estudiante, ya que no deja de ser otra alucinación esa reordenación de las letras del libro para uso privado de quien las lee. La respuesta alucinada del libro parece absorber, sin embargo, la inquietud del estudiante y tranquilizarlo. Finalmente, será éste quien con su índice tranquilizará a las líneas del libro. La identidad entre libro y lector parece total y en el gesto de calmar a las letras es el lector quien se calma a sí mismo. La alucinación, sin embargo, no ha sido eliminada, sino sólo apaciguada. ¿Es la lectura misma el espacio de la alucinación? ¿Qué es lo que introduce ese gesto del índice en ese espacio de la lectura? ¿Lo borra?

Afirmaba no hace mucho Mario Onaindía que 'se es del país donde se es libre'. La fase es bienintencionada y uno quiere atribuirle una finalidad performativa, pero no deja de ser problemática. Supongo que Mario Onaindía ha querido decir con ella que no hay por qué enorgullecerse de ser de 'aquí' si en ese aquí la libertad brilla por su ausencia; o, en otras palabras, que la pertenencia a un país requiere de un esfuerzo para hacerlo libre. Intenciones loables en un político, y en cualquier ciudadano, pero que no eliminan la íntima contradicción de esa frase tal como ha sido formulada. Si se 'es de' algún sitio, esa pertenencia cuestiona ya la posible libertad en que pretende ampararse.

Tal vez lo deseable no consista en 'ser de' algún lugar, sino en 'ser en' el lugar que más intensa nos haga la existencia. Ser donde se está, lo que no implica tanto pertenencia como despliegue de un deseo de vivir. Por suerte o por desgracia, nuestros lugares son fruto de la fatalidad más que de una elección consciente. Vivimos donde nos ha tocado vivir, y no es la elección graciosa sino la desgracia, o lo inevitable, la que nos lleva a cambiar de sitio. De ahí que digamos que somos de donde nos ha tocado en suerte o de donde nos nacieron. Y ese lugar dista en ocasiones de ser un lugar libre. ¿Podemos, a pesar de todo, enorgullecernos de pertenecerle? La frase de Onaindía sólo es eficaz como interrogante, como cuestionamiento de ese orgullo, y viene a decir que no hay motivos para jactarse de una pertenencia que no nos hace libres. Mi pregunta va más allá y cuestiona si puede haber alguna pertenencia que nos haga libres. Hablando con claridad: 'de donde' se es libre no se es.

En la relación de pertenencia, la libertad suele contar poco. La transmutamos en amor, que es una forma de decir 'quiero' allí donde la voluntad está fuera de juego. Amar es quererse libre, incluso donde la libertad es imposible. Somos de quien amamos, del lugar que amamos. O del lugar al que tememos, un factor inquietante que no debemos olvidar. Como el estudiante de Kafka, podemos ver truncada nuestra tranquilidad por un lamento solitario y ver cómo ese lamento altera las letras con las que se escribe nuestra vida. Aguzamos el oído y sólo escuchamos el silencio, pero no dejamos de estar alerta. Sabemos que ese lamento volverá a desbaratar nuestra calma. Yo sé muy bien de dónde soy, aunque no sea ése el lugar en el que vivo. A veces, oigo en la noche un repicar de campanas en el patio. No es una alucinación, me dicen estas líneas que ahora escribo. Y también yo paso sobre ellas el dedo índice para calmarlas, para calmarme, a sabiendas de que este temor que no me hace libre señala mi más profunda pertenencia.

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