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Columna
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De mudanza

San Isidro llegó a Madrid en los últimos días de julio, enviado por su empresario Iván de Vargas. Después de más de cuatro siglos de servicio, san Isidro es su hombre de confianza. Nadie se conoce tan bien la hacienda de su jefe, y de su honradez no cabe dudar, sólo de su aplicación en el trabajo, que en algunos momentos de hace muchos años y a instancias de esa vocación religiosa que le impulsaría a los altares, le indujo a encomendar sus funciones de labrador a los bueyes, algo simpático pero improductivo.

Así que, después de varios transbordos por la esfera planetaria, san Isidro tomó en marcha el avión que pasaba por las cercanías de Sumatra sin que ni pasajeros ni tripulación ni el mismo aparato notasen su presencia. San Isidro posee una acreditada pericia como polizón, no tanto por el tiempo que lleva en estos menesteres, ya que Iván de Vargas le tiene como ejecutivo principal de su red de negocios y eso le fuerza a desplazarse de un punto a otro del universo mundo, como por su carácter campesino, siempre receloso y alerta, de tal modo que tratándose de aeronaves, también las coge al vuelo.

Falta le iba a hacer esa personalidad cazurra y lista para ejecutar con buen pie la misión de su amo. Hasta el Paraíso habían llegado las noticias relativas a su segunda residencia -en la Tierra, naturalmente, con permiso de Pablo Neruda por usar sus palabras- y, en la necesidad de reservar sus energías para este asunto primordial, no se encrespó por la pérdida de su equipaje ni porque el taxista le dijera que había que multiplicar por cuatro los números del contador. San Isidro pagó religiosamente, como cabía esperar de él, y desde la plaza de Puerta Cerrada se encaminó por la calle de Sacramento sin detenerse en Casa Paco a tomar un piscolabis, como era su costumbre en otras visitas.

Llegó así al espacio donde había vivido y lo halló desmantelado. Dos magnolios eran los únicos supervivientes del solar. San Isidro, hombre avezado a mudanzas, no se deprimió. Enumeró los traslados de su cadáver -'muerto le llevan en un serón'- y rememoró la primera casa de Iván de Vargas, que fue reemplazada por ésta que acababan de demoler. Para informar sobre el terreno o, como también se decía, en el foco de la noticia, pulsó el móvil pero no halló a su jefe. Se acercó al Ayuntamiento y no pudo hablar con la regidora. 'Es la mujer más bella de Madrid', recordó que le había dicho Iván de Vargas.

Como se acercaba la noche, pensó dormir en algún refugio del paseo de Santa María de la Cabeza, para no alejarse del recuerdo de su esposa. Fue entonces cuando su memoria le avisó de que en las inmediaciones de la plaza de Manuel Becerra había otros desahuciados como él. No eran víctimas de la piqueta, sino de una vía de agua, y aunque no se les había derribado la casa, tenían prohibido ocuparla porque amenazaba ruina.

Hacia la calle de Florencio Díaz, sede de estos desventurados, se encaminó san Isidro por compañerismo, pero al pasar por la catedral donde el pueblo madrileño le venera, un nuevo timbrazo de su móvil le hizo cambiar de planes. 'Misión cumplida', le ordenaba Iván de Vargas, 'vuelve en el primer aparato'. Y no parecía contrariado por haber perdido la vivienda. 'No se me discute la propiedad', añadió Iván de Vargas, 'ni el derecho a rehabilitación'. Al fondo de las palabras de su jefe se escuchaba una dulce voz femenina, que san Isidro equiparó sagazmente con unos ojos bellísimos.

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Por primera vez en tantos siglos, san Isidro encontró a su jefe más enterado que él. Estaba locuaz, eufórico, no le dejó informar de su viaje: 'El perímetro es histórico', afirmó. Y del cajón de su despacho sacó una voluminosa carpeta: 'Se volverá a construir la casa, será monumento nacional, habrá atracciones para los niños... y tú tendrás que presentarte de vez en cuando, ya sabes, para que te toquen y te besen las beatas...Todos ganamos en la operación, nadie pierde... Y al fin y al cabo, qué mejor destino podíamos dar a la antigualla aquella...'. San Isidro aprovechó una pausa en el discurso de su jefe: 'En la calle de Florencio Díaz', murmuró. Pero Iván Vargas no le permitió continuar: 'Estoy enterado, los inquilinos son inmigrantes, mala salida tiene el problema, lo nuestro es diferente, lo bendice el obispo, sin duda'. Y se aprestaba a introducir la carpeta cuando san Isidro vio, en la superficie del cajón abierto, la foto de una mujer muy guapa.

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