Sesión de sexo surreal
En 1928, André Breton, pontífice parisiense del movimiento surrealista, invitó a algunos de sus correligionarios -Antonin Artaud, Paul Eluard, Louis Aragon y Max Ernst, entre otros- de algarada iconoclasta a seguir dejando títere sin cabeza dentro de la vida burguesa en unas reuniones donde se hablara de sexo de espaldas a toda componenda con el pudor. Del célebre acto surrealista de aquellos deslenguados se conoce un informe publicado en el número 11 de la revista La Révolution Surréaliste, y de él arrancó Alan Rudolph la materia argumental de Misterios del sexo. El asunto es, como siempre en este pionero del cine independiente americano, ambicioso y original. Pero como casi siempre, a Rudolph le viene grande y lo echa a perder.
MISTERIOS DEL SEXO
Dirección: Alan Rudolph. Guión: Michael Henry Wilson y A. Rudolph. Intérpretes: Nick Nolte, Dermot Mulroney, Neve Campbell, Robin Tunney, Til Schweiger, Jeremy Davies, Julie Delpy, Tuesday Weld. EE UU, 2000. Género: comedia. Duración: 114 minutos.
No encuentra Alan Rudolph un punto de vista lo bastante penetrante para destripar el suceso. Necesitaba una fuente de humor y la tenía a mano, pero la desperdició al no visualizar esta pirueta de artistas, poetas e intelectuales dinamiteros de salón a través de la perpleja mirada de la muchacha taquígrafa encargada de levantar acta de su sesión de sexo verbal. La mirada de la taquígrafa se pierde en la espesura de un guión impreciso y embarullado, mal vertebrado por Michael Henry Wilson y el propio Rudolph, al que sólo un par de espléndidos numeritos de Nick Nolte -su relato de cómo perdió la virginidad con una burra y su histriónica pelea con su mujer- sacan de una mortal falta de percepción del absurdo que se cuece bajo una desquiciada investigación del sexo atestada potencialmente de choques de personajes, de giros de conductas y de gracias escénicas y verbales que nunca aparecen, salvo en forma facilona de guiños, como los brochazos buñuelescos en blanco y negro incrustados en las florituras del filme.
En Misterios del sexo domina la cordura, la sosería, el chiste sin gracia, ese desastre cinematográfico de ver venir las cosas sin ganas de que vengan por donde vienen. Asombra que en el relato de una materia tan loca reine la cordura formal. No se entiende que en el verbo de una pandilla de rompedores de normas reine la palabra convenida y casi profesoral. No es de recibo que en una trama argumental austera, casi severa, que pide ir sin dilación al grano, reine el circunloquio. Carece de sentido que en el relato de una trangresión reine el comedimiento. Y que la aventura de una gente excéntrica y dislocada esté reflejada en una pantalla alérgica al riesgo.
Rudolph vuelve aquí al territorio que exploró, y mal, en Los modernos, al mundo del esteta de vanguardia en choque con la vida. Pero de nuevo la buena idea le lleva a hacer cine inferior a ella.
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