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Columna
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Construir / destruir la Barceloneta

Usted se encuentra aquí. En la década de 1980 Barcelona estaba sumida en su dinámica de depresión permanente. Esta mañana a primera hora, parece ser que también. De hecho, yo mismo no me encuentro muy fino. En todo caso, entre medio han sucedido cosas. En las ciudades, todo lo que sucede es a) destrucción, o b) construcción. Ahora que lo pienso, esas dos acciones también son lo único que les sucede a los hombres, a las mujeres o a los peritos industriales. Lo que aquí sigue es, consecuentemente, una historia barcelonesa de destrucción y de construcción, de una cosa destruida -los chiringuitos de la Barceloneta- y de otra construida -el Maremàgnum-, y que empieza con un capítulo titulado El hijo del diputado. No se lo pierdan.

La paella mixta de la Barceloneta fue como un cuerno de la abundancia
De noche, el Maremàgnum se llena de desplazados que hacen crujir la vida

- Teoría del hijo del diputado. La primera vez que escuché hablar del proyecto de pelarse la Barceloneta con motivo de las obras olímpicas, fue en la Uni. A finales de los años ochenta yo iba a la Uni. Allí tuve contacto, por primera vez en mi vida, con ricos, rubias e hijos de personas que salían en la prensa. Una mezcla de todo ello era un amigote, hijo de un diputado socialista que entonces cortaba el bacalao. Fue a él a quien escuché decir que se iban a pelar los chiringuitos de la Barceloneta, y que ya era hora de que se pelaran los chiringuitos de la Barceloneta. 'Total, allà no hi va ningú', decía.

- El concepto 'ningú'. Mi padre nunca fue diputado. Mi familia llegó a Barcelona en los años treinta. Con una mano delante y otra -conociendo a mi familia-, en el culete de la señorita de al lado. Por lo que sé, en cuatro días adoptaron hábitos locales. Por ejemplo, empezaron a construir 'picades' -hasta los setenta, todas las emigraciones en Cataluña han adoptado la picada en su cocina; posteriormente a esta década, no me consta; las últimas emigraciones, uno no sabe ni lo que comen; es posible que eso sea lo que coman-. Y empezaron a frecuentar los merenderos de la Barceloneta. En la Barceloneta el tema era un invento de la pobreza apañada y orgullosa. La paella mixta. Es decir, una paella que tenía de todo, mucho y con un par. Una suerte de cuerno de la abundancia. Pero en paella. Con esas paellas se construían momentos que posteriormente eran fotografiados. En esas fotografías, ante paellas destruidas, aparecían antepasados que se reían de la Luna y que, con el tiempo, también fueron destruidos. Supongo que esas paellas construidas con la destrucción de pollos, gambas, mejillones, terneras y cerdos eran asquerosas. Pero también supongo que esas paellas eran parte de mi país. Yo iba a ese país cada verano, cuando venía de Francia mi tío Cristóbal, miembro de un ejército destruido, que acabó construyendo un hogar en el exilio. Con el tiempo, lo destruyó un cáncer. Entonces era pequeño -un hombre a medio construir, un niño a medio destruir-, y después de comer corría entre las mesas de aquellos locales que parecían medio construidos y medio destruidos. La última vez que fui fue unos días antes de la destrucción de esos chiringuitos. Fui con una señorita bellísima. Yo construía conversaciones para hacerla reír. Ella construía sonrisas. Con cada sonrisa se destruía algo en mi pecho. No viene al tema, pero, con el tiempo, construimos y destruimos algo perplejo e importante. Supongo que aquella comilona la pude pagar porque entonces ya trabajaba como periodista. Igual me pelé esa comilona gracias a una entrevista que le hice al gran arquitecto olímpico. En esa entrevista le hablé de los chiringuitos.

- 'Deien que ningú no hi aniria'. El arquitecto opinaba que los chiringuitos eran 'bruts', y que su desaparición daría pie a la recuperación para la humanidad de chorrocientos kilómetros de playa. Que el público de los chiringuitos podía ir al nuevo Port Olímpic y al nuevo Maremàgnum. Que todo era un proyecto muy meditado. Entonces, por otra parte, no se sabía que las dos torres de la Villa Olímpica, tan meditadas, eran siete, y que el MOPU, en una tarde, las había reducido a dos. Zas. O que una zona arqueológica sobre la que se había hecho un aparcamiento, en el siglo XXI no podría acoger una biblioteca. Supongo que entonces Barcelona era la única ciudad del mundo en la que, en fin, sólo se construía, no se destruía. Es decir, la única que no sabía lo que destruía. Bueno. La última vez que fui al Maremàgnum me comí un arroz estándar, construido con cierto buen gusto. Era de noche. De noche, los pisos superiores del Maremàgnum se llenan de hijos de desplazados que van a pegarle un crujido a la vida. Muchos no conocen la picada. Allí, en un local muy limpio, me encontré con mi amigote, el hijo del diputado. Hacía un montón que no lo veía. Me dijo a) 'Què fas a un lloc tan hortera?', y b) que acababa de venir de Mali. Que toda Barcelona estaba en Mali. Salvo, supongo, la que iba al Maremàgnum hortera. Me describió un país a medio construir y a medio destruir. Me describió una cena magnífica, en un sitio sucio, destartalado, en el que se veía construir y destruir la vida. Como en la Barceloneta. Pero en Mali. Mi padre, por otra parte, nunca ha ido a Mali.

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