GUADALAJARA, UN PAISAJE VITAL
Su nombre, en árabe, significa río de piedras. Una palabra larga y melodiosa, llena de sonidos que refrescan el oído como una corriente de agua. En ella caben bosques de enebros y sabinas, trigales y pueblos de pizarra.
Creí que me sería más fácil escribir unas líneas sobre Guadalajara porque allí es donde nací. Porque su nombre, siempre, durante toda mi vida, lo he estado viendo unido al mío donde quiera que tuviese que dejar constancia de quién era yo, ha ido tan unido a mi identidad como los apellidos. Está en las solapas de mis novelas, en el crédito hipotecario de la casa, en el contrato del gas, del teléfono, en el carné de la piscina. Guadalajara. Procede del árabe y significa río de piedras. Es una palabra larga y melodiosa, llena de sonidos abiertos, sonoros y claros que refrescan el oído como una pequeña corriente de agua.
Sin embargo, ahora que me propongo contar algo de ese lugar que me ha acompañado como una sombra por medio mundo y sinsabores, sobresaltos y buenos momentos, me doy cuenta de que, precisamente porque forma parte de mi vida, me es imposible hablar de él como una turista que llega, visita sus monumentos, prueba la gastronomía, compra, de recuerdo, un tarro de miel con cuchara de madera incorporada y se marcha. Tiene más que ver con la formación de mi carácter y con estados de ánimo. Por ejemplo, siempre me ha puesto de buen humor su paisaje. Una parte de él, claro. Hay que tener en cuenta que el territorio que abarca la provincia es muy extenso, linda con Segovia, Soria, Zaragoza, Teruel, Cuenca y Madrid, de modo que su aspecto varía bastante. En menos de una hora se puede pasar del puro bosque a la estepa. Hay vegas, sotos, riberas, pantanos, ríos. Pero a mí el que más me atrae es el de los extensos trigales con el cielo azul planeando sobre ellos y de pronto un profundo soto en su orilla o un bosquecillo de pinos al fondo. El olor de las eras en verano cruzado por las correspondientes moscas, el arroyo, los cardos azules al borde del camino. Todo eso me encanta, tiene que ver conmigo, que nunca he tenido gustos caros ni lujosos. Y también porque tengo la sensación de que en este paraje tan desnudo, en que con una sola mirada se abarca todo, está ocurriendo algo que casi no se ve, como en las buenas novelas. Algo está naciendo, creciendo, bulle la vida sin alboroto. Un paseo de unas dos o tres horas por estos contornos tiene el efecto sobre mí de un mes de revitalización en una clínica suiza, así que como mínimo cada 15 días se me puede ver vagando por estos campos. Y desde las cabinas climatizadas de los tractores suelen mirarme pensando 'dónde irá esa loca con este calor', y en invierno, 'dónde irá esa loca con este frío'. Lo normal es que la gente de aquí salga no a patearse el campo sin más ni más, sino a hacer algo: cazar, recoger setas, espárragos, lo que sea.
Nací en Guadalajara capital, pero, por cuestiones laborales de mi padre, a los dos meses de mi existencia nos marchamos a otra ciudad. Mi padre no es de allí, mi madre sí, y mis abuelos maternos, desde que tuve uso de razón hasta que murieron, vivieron en un pequeño pueblo cercano a la capital, con su iglesia del siglo XVII, su palacio, su plaza, su fuente y sus hermosos alrededores de extensos y dorados campos de cereales, sotos hundidos, arroyos y grandes lavaderos, sombreados por las ramas de los árboles, necesarios en épocas en que las mujeres se mataban a trabajar.
Historias de la guerra
Mis padres, mis hermanos y yo vivíamos en Valencia. Yo era la encargada de escribir largas cartas con destino Guadalajara, que echaba en la propia oficina de correos para que llegasen un poco antes. Pedíamos o recibíamos conferencias telefónicas por medio de una operadora como si Guadalajara estuviese en China. Por entonces Guadalajara estaba lejos incluso de Madrid. Y con el tiempo y la distancia acabábamos hablando de nuestros parientes guadalajareños como de los personajes de una película que se ponía en marcha para nosotros en cuanto regresábamos al pueblo. En aquellos días, década de los sesenta, de lo que más se hablaba en mi casa era de la guerra civil. Tenía la sensación de llevar escuchándolo desde mucho antes de nacer y también que la guerra era algo irreal y no concebía que hubiese ocurrido hacía tan poco tiempo. La más afectada por ella, sin duda, era mi madre. Tenía tres años cuando la guerra empezó y la pasó en el pueblo de Uceda, y una y otra vez ha contado el pánico que le provocaba el sonido de los aviones sobrevolando la zona, y no digamos las bombas cayendo y el momento en que, jugando, se tropezó con un muerto y muchas más cosas por el estilo. Así que ese pueblo (aparentemente otro de tantos) se fue volviendo tan mítico como Ítaca o Troya. Uceda, el sitio de la guerra, el sitio donde mi madre tuvo tanto miedo.
También otros nombres pasaron a formar parte de nuestra leyenda particular: el Pico Ocejón, del que se decía exagerando que era visible desde cualquier parte. Y, viajando hacia él, Tamajón, el pueblo donde en realidad nació mi madre y puerta de entrada a los pueblos negros (Campillejo, El Espinar, Campillo de Ranas, Roblelacasa, Robleluengo, La Vereda, Majaelrayo y Valverde de los Arroyos), llamados así porque sus casas, iglesias, escuelas y cualquier otra edificación están construidas con lajas de pizarra. Al menos una vez al año visito Tamajón con la intención de acercarme a la austera ermita de la Virgen de los Enebrales, rodeada por un bosque de enebros y sabinas que se va haciendo más y más espeso según se asciende, y también más y más misterioso.
Si existiesen bosques embrujados, uno sería éste, quizá porque lo forman árboles con nombre de persona, con el nombre de mi abuela Sabina. Así que las sabinas necesariamente tienen algo de humano, sobre todo al atardecer, cuando sus sombras borraban el camino de vuelta y parece que empiezan a hablar entre ellas. Y también porque la madera cortada, como mi abuela cuando se acicalaba por las tardes, desprende un agradable perfume y lo desprende durante bastante tiempo, durante meses e incluso años. Así que se la ha utilizado mucho, incluso para construir el forjado de las casas de Tamajón. Ahora creo que es especie protegida.
Pero esta parte pertenece más a la infancia de mi madre que a la mía. Yo era una niña de ciudad. Vivíamos en Valencia, y en vacaciones tomábamos un tren que tardaba un siglo en llegar a Madrid, y en Madrid otro que también tardaba lo suyo en llegar a Guadalajara. Así que una vez allí la primera imagen era la de la estación de ferrocarril, y la segunda, la de la pastelería Hernando, donde comprábamos una caja de esos deliciosos bizcochos borrachos con canela que sólo existen aquí y luego pasábamos junto a la piel de dragón del Palacio del Infantado. Con los años se han agregado la ineludible parada en la librería de Emilio Cobos, otra en Rayuela, otra en la Biblioteca Municipal, mezcladas con visitas forzosas al Hospital Provincial y otras más gratas a iglesias hermosas y sencillas como la de Santiago Apóstol, para asistir a sucesivas bodas de los familiares. Tras esta rápida visita, tomábamos un taxi para dirigirnos a ese pueblo, cuyo nombre no he revelado, y nada más salir a la carretera alguien decía: 'Mira, el Pico Ocejón'. Y el pico mágicamente se elevaba en el horizonte como una gran pirámide.
Ahora, los pueblos están tomando la fisonomía de zonas residenciales, cuyos habitantes hacen vida de chalet y acuden masivamente a las grandes superficies comerciales de Gelco o Eroski de la capital. Y la capital ha dejado de ser ese lugar de los escaparates de la calle Mayor y de envidiables comodidades que recibía a sus hijos marginales por la mañana y los expulsaba por la tarde en los coches de línea con paquetes en los regazos, medicinas y las cartillas de ahorros puestas al día. En los pueblos que conozco ya nadie hace el pan ni las magdalenas que se come, ni se destroza las manos lavando en el río, ni pone la ropa al sol sobre los matorrales, ni depende del horario del coche de línea. Las tierras se labran con cierta comodidad. Y la gente cada vez tiene más dinero y puede comprarse una segunda vivienda donde pasar los fines de semana, así que se construye más y más, y el paisaje se deteriora a pasos agigantados. Los ayuntamientos no cuidan lo suficiente toda esta grandeza y se talan árboles, y las motos todoterreno circulan salvajemente haciendo de las suyas, y a los domingueros les priva ir dejando las huellas de sus paellas por donde pasan. Desde que era niña he visto desaparecer arroyos y bosquecillos enteros de pinos y álamos.
La Guadalajara de hoy ya no está lejos, se ha acercado tanto que es la residencia habitual de mucha gente que trabaja en Madrid. Sin embargo, no es raro que de vez en cuando alguien comente 'así que eres de Guadalajara', de un modo que me hace pensar que tal vez Guadalajara sea una fantasía mía, una invención, uno de esos recuerdos mitad verdad, mitad mentira, de la infancia.º
Guía práctica
- Datos básicos
Población: 175.000 habitantes; 68.000 en la capital. La sierra de Ayllón, al norte, ofrece una ruta que combina el esplendor de la naturaleza y la huella del hombre, con hayedos, ermitas románicas y pueblos de pizarra.
- Cómo ir
Desde Madrid, por la N-II hasta Guadalajara; desde allí hasta Tamajón, por la CM-101 y la CM-1004.
- Dormir
Hotel Infante (teléfono 949 22 35 55). San Juan de Dios, 14. Guadalajara. Junto al palacio del Infantado. 45 euros la doble.
Casa rural Las Trojes (949 85 91 93). Calle de la Picota. Tamajón. Organizan excursiones. 45 euros.
Hostal Valverde (teléfono 949 30 74 23). Carretera de Tamajón, s/n. Valverde de los Arroyos. 40 euros.
Casa rural La Pizarra Negra (636 37 83 37). Campillejo. 77 euros.
- Comer
Amparito Roca (teléfono 949 21 46 39). Toledo, 19. Guadalajara. Cocina imaginativa y de calidad. Precio medio, 40 euros.
El Mesón del Jabalí (949 85 90 25). Calle del Medio. Majaelrayo. Entre 10 y 30 euros.
El Portón de Sonsaz (949 85 90 87). Carretera de Guadalajara, a un kilómetro de Tamajón. Cabrito asado. 21 euros.
- Información
Oficina de Turismo de Guadalajara (teléfono 949 21 16 26); www.castillalamancha.com; www.turismosngu.com; www.henaresaldia.com y www.alcarria.org.
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