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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La guerra del Congo

La República Democrática del Congo y Ruanda han dado un paso hacia el final de una de las más atroces guerras de África, al firmar un pacto en Pretoria para liquidar cuatro años de luchas que, pese a haberse cobrado dos millones y medio de vidas, están en buena medida ausentes de los medios informativos. Los dos países centroafricanos son los protagonistas, pero la compleja guerra civil del Congo, antes Zaire, mantiene implicadas a media docena de naciones, aliadas unas del actual líder congoleño Joseph Kabila (Angola, Namibia, Zimbabue) y apoyando otras (Ruanda y Uganda) a los rebeldes contra el régimen de Kinshasa.

El compromiso, forzado por EE UU y auspiciado por Suráfrica y la ONU, es jaleado como un hito por los más optimistas. El presidente ruandés, Paul Kagame, ha prometido retirar sus 20.000 soldados del oriente congoleño a cambio del desarme y la repatriación por Kabila de los miles de rebeldes hutus ruandeses, acusados de las matanzas contra la minoría tutsi en 1994, que utilizan las selvas de su país como base para atacar Ruanda. La guerra estalló en el antiguo Zaire en agosto de 1998, cuando Uganda y Ruanda apoyaron con tropas a los insurgentes congoleños que pretendían derrocar al entonces presidente Laurent Kabila, padre del actual, y que todavía controlan casi un tercio del país.

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Este mismo año han acabado o están en trance de hacerlo otras dos guerras civiles africanas, en Angola y Sierra Leona. En el Congo, las probabilidades son más escasas. Numerosos alto el fuego previos han sido sistemáticamente incumplidos. Ruanda, que ha anunciado varias retiradas, encuentra muy lucrativo saquear el oriente del vasto país, mientras permanecen allí sus soldados a la caza de las milicias genocidas hutus, cuyo número exageran. Kabila hijo, por su parte, se ha ofrecido repetidamente a neutralizar a los dispersos rebeldes ruandeses, pero en realidad les abastece de armamento a través de su corrompido ejército.

Es difícil creer que la buena voluntad de las partes vaya a hacer ahora las cosas diferentes en este rompecabezas tribal de lealtades e intereses, trufado de ambiciones sobre un mapa inmenso y pródigo en recursos naturales. Se requeriría, además de la cooperación surafricana, una implicación internacional a fondo, económica, diplomática y militar. La misión de observación de la ONU, más simbólica que otra cosa, carece por sí misma de la fuerza y competencias necesarias para hacer valer el compromiso.

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