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Columna
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Sangre y muerte

El Constitucional otorgó el amparo hace dos semanas a dos vecinos de Ballobar (Huesca) unidos en matrimonio, condenados en 1997 por el Supremo a dos años y medio de cárcel como responsables de la muerte de un hijo. El complejo debate sobre este patético conflicto -más relacionado con la ética que con el Derecho - queda enturbiado por la cacofonía procedente de comentarios periodisticos y radiofónicos reveladores de la tosca sensibilidad moral y la pasmosa incultura jurídica de sus autores. Las dimensiones trágicas de una historia terrible dominada por el conflicto entre el amor paterno y las creencias religiosas quedan enmarcadas por la pertenencia de sus protagonistas a los Testigos de Jehová, una confesión religiosa que prohibe a sus miembros recibir transfusiones de sangre incluso cuando se hallan en peligro de muerte. El precepto se fundamenta sobre una lectura literal de varios pasajes de la Biblia: 'Todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento... Sólo dejaréis de comer la carne con su alma, es decir, con su sangre'(Génesis, 9,3-4); 'Todo el que coma cualquier clase de sangre, ese será extirpado de su parentela' (Levítico, 7,27); 'Guárdate de comer la sangre, porque la sangre es la vida, y no debes comer la vida con la carne' (Deuteronomio, 12, 23). Ese mandato negativo entra en conflicto no sólo con el misterio católico de la transustanciación eucarística del vino en la sangre de Cristo para la comunión sino también con la ciencia médica.

El muchacho de 13 años cuya muerte es endosada a sus padres sufrió en septiembre de 1994 una hemorragia interna precipitada por un accidente menor de bicicleta; vuelto a casa después de haber sido internado por sus progenitores en hospitales de Fraga, Lérida y Barcelona, el jovencísimo paciente falleció el 15 de septiembre en Zaragoza tras recibir con una semana de retraso -estaba ya en coma-la transfusión de sangre ordenada por los médicos. Los padres no habían autorizado en Lérida la transfusión; tampoco persuadieron a su hijo para que la aceptase voluntariamente -los médicos desistieron ante su furiosa resistencia- una vez que el juzgado de guardia la ordenase a petición del hospital. Sin embargo, ni obstaculizaron de manera activa el trabajo del personal médico ni se opusieron a la resolución judicial: aunque absurdamente, buscaron también tratamientos alternativos de cura para su hijo.

La fiscalía, sin embargo, tomó cartas en el asunto; no es la primera vez que los tribunales españoles se ocupan de conflictos relacionados con el rechazo de los Testigos de Jehová a las transfusiones de sangre; el profesor Miguel Angel Nuñez Paz dedica un apartado de su libro Homicidio consentido, eutanasia y derecho a morir con dignidad (Tecnos, 1999) a la jurisprudencia al respecto. La Audiencia Provincial de Huesca mostró en este caso una elogiable sensibilidad y absolvió en 1996 a los padres acusados del homicidio por omisión de su hijo: el brutal traslado de un delicado conflicto moral a la simplicidad tipificadora del enfoque criminal choca cuando menos con el principio de intervención mínima del Derecho penal. El Supremo, sin embargo, anuló en 1997 la sentencia de la Audiencia e impuso a los padres -tal vez culpabilizados en su fuero íntimo por la muerte de su hijo- el dolor añadido de ser puestos en la picota y enviados a la cárcel como homicidas.

El Constitucional anula la sentencia del Supremo con una matizada argumentación acerca de los conflictos entre la libertad religiosa y el derecho a la vida: sólo la ponderación judicial puede determinar la frontera en cada conflicto concreto. Ni la Constitución ni el tribunal que la interpreta conceden barra libre a las confesiones religiosas (sean los Testigos de Jehová, el islam o la Iglesia Católica) para vulnerar los derechos humanos de sus miembros (o de los infieles) en nombre de los dogmas. Es cierto que los padres acusados de homicidio en este caso invocaron la libertad religiosa para justificar sus omisiones; sin embargo, también ejercieron sus deberes como titulares de la patria potestad y como garantes de la vida de su hijo fuera del ámbito de sus creencias: viajaron a Lérida y Barcelona a la búsqueda de atención hospitalaria, trataron de encontrar vías alternativas de curación y acataron las decisiones de los médicos y de los jueces. A la vista de ese balance, sería una insultante injusticia calificarles de homicidas.

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