¿Un platito de pasta?
Lo mejor de ayer fue que no cené pasta. No, si ya sé que esto, dicho así en frío, a priori no despierta mayor interés. Pero el asunto no es cuestión de baladí, como paso a explicar.
Ayer era sábado; bien. El sábado anterior no, el anterior tampoco, sino el anterior. ¿Se sitúan? El sábado de hace tres semanas, si así me entienden mejor. Desde aquel día, que se dice pronto, no hago más que comer, cenar y desayunar -sí, han leído bien- pasta. Tiene su intríngulis, no me lo negarán. Al pesto, al pomodoro, ai funghi, al salmone, al prosciutto, cotta al dente en blanco simplemente, alla carbonara, ai raviatta, alla genovese, alla gorgonzola, ai cuatro fromaggi, o el clásico al aceite de oliva con parmesano recién rallado (aceite gentilmente donado por la almazara toscana de uno de nuestros compañeros a cambio de tan sólo unos míseros y repetidos billetes de papel moneda, digo yo).
Pasta, pasta, hidratos y más hidratos. Que un día te cansas, pues pides arroz, pero ya sabes que toca esperar, y como el hambre no entiende de paciencia, te tiras al barro, es lo mismo, da igual, como pasta.
Imagínense la escena. Siete de la mañana de cualquier día, las legañas en los ojos, los movimientos todavía sin coordinar, el pelo despeinado, bostezo, buenos días y olor a café y zumo recién exprimido; y ese plato de pasta delante de tus ojos cerrados que te dice burlonamente: pienses lo que pienses, me vas a hincar el diente. Y ese croissant, o esa napolitana de chocolate que te miran desde el buffet y te inquieren ¿y nosotros qué?
Y tú, no sin antes dudar, claudicas recordando eso tan manido de que los hidratos son tu combustible, y sueñas con la visita que vas a hacer a la pastelería el día en que llegues a casa.
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