Modas
Hay ciertas modas que me producen alergia. No hablo de la moda en el sentido global del término como son las grandes tendencias artísticas, culturales o estéticas. Me gusten o no, trato de ser con ellas extremadamente respetuoso incluso hasta cuando me resultan detestables. Las que no soporto son esas otras modas con minúscula, modas machaconas que surgen y después desaparecen sin dejar rastro tras haber creado entre la masa de consumidores la sensación de que la vida ya no tenía sentido alguno sin adquirir un determinada chorrada.
Entiendo que detrás de este tipo de artículos debe haber auténticos genios de la mercadotecnia capaces de visionar gustos y apetitos colectivos momentáneos que se nos ocultan al resto de los mortales. Un ejemplo de medalla de oro es el muñequito de Elvis Presley que una prestigiosa marca de automóviles comercializó para colgar en el retrovisor interior del coche. El éxito ha sido arrollador. Tanto, que hubo momentos en que la demanda superaba con creces a la oferta, provocando escenas de ansiedad a causa del desabastecimiento. Una grave situación que resolvió como siempre el mercado negro fabricando millones de imitaciones pirata y tirando los precios. Gracias a ello son multitud los ciudadanos que gozan de esta graciosa figurita zascandileando tras el parabrisas al ritmo desordenado que le marca la marcha del tráfico.
No soy quién para juzgar la estética del objeto de marras, pero sí cuestionaría su inocuidad. Tanto pendoneo ante las narices puede provocar efectos hipnóticos que acaben con el coche en la cuneta. Un producto similar hizo furor hace mas de treinta años cuando los españoles, en pleno desarrollismo, comenzamos a idolatrar el coche como muestra evidente de nuestra mejora social. En aquel entonces eran perros de cartón piedra y no rockeros de plástico los que invadieron los automóviles. Perros con cabeza basculante destinados a embellecer la repisa trasera del automóvil con el encanto del movimiento continuo. Al principio sólo eran pastores alemanes, pero los fabricantes, que debieron de hacerse de oro con los complacientes perritos, fueron diversificando con todo tipo de razas. Aquellas figuritas transmitían un gesto de afirmación permanente que, aunque resultaba pretendidamente animoso para los conductores que venían detrás, terminaba amodorrándolos si fijaban la vista en el bicho cabeceante. Un buen día se agoto el filón y en unos meses desaparecieron todos los canes como si los hubiera aniquilado una epidemia de rabia. Alguien pensó entonces que había que cubrir urgentemente el hueco que dejaba el perro con un nuevo adorno, igualmente absurdo. Y aparecieron los almohadones. Almohadones horribles y pretenciosos cuya estética de cuarto de estar de la abuela contradecía la funcionalidad del automóvil. Tardamos años en desterrar tan ridículo ornamento que, además de horterizar el habitáculo, restaba la indispensable visibilidad trasera al conductor.
Son sólo unos ejemplos concretos que vienen a demostrar hasta qué punto puede rentabilizarse comercialmente el apego del ser humano a la imitación. Sin embargo, ni el almohadón, ni el muñequito, ni el perro de cartón causaron mayor perjuicio que el constatar el enorme potencial económico de las actitudes borreguiles, lo que al menos no deja secuelas visibles. Algo que no se puede decir de esos tatuajes que ahora tanto proliferan ni de los terribles piercing. Esta moda tirana pintarrajea el cuerpo casi a perpetuidad y agujerea cejas, labios, lenguas u otras partes de la anatomía cuya sola idea de taladrar produce escalofríos. Si no pasa pronto la ola, dentro de unos años habrá media generación con la piel emborronada y llena de cicatrices.
Soy consciente de que todos de una u otra forma somos esclavos de las modas. La vestimenta, el coche o la decoración de la casa siempre están condicionados a los dictados de quienes diseñan nuestras vidas. Sin embargo, en esto ha de haber un punto de medida que permita cultivar eso tan denostado que llaman personalidad. Entiendo que un niño de nueve años se ponga la gorra con la visera hacia atrás, como los críos que salen en las películas de Spielberg, pero cuando lo hace un tipo de 40 años que siempre la llevó hacia delante, parece un capullo. No siempre interesa ir a la moda.
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