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Más que una cuestión de papeles de archivo

Por más que tuviera un desenlace previsto, lo que ha sucedido con la reclamación de la Generalitat sobre la documentación que le fue incautada tras la guerra civil exige contar una larga historia. Fue en 1996, gobernando todavía los socialistas, cuando se accedió a la petición del Gobierno catalán; inmediatamente, al margen de cualquier connotación política y de cualquier cualificación profesional, los salmantinos consideraron el intento como un expolio de su patrimonio cultural e histórico. La polvareda levantada sólo pudo ser controlada por el procedimiento de poner en funcionamiento una institución de existencia en realidad tan sólo teórica hasta entones: la Junta Superior de Archivos. Su dictamen, emitido cuando ya los populares estaban en el poder, pareció calmar la tormenta.

Consistió en proponer, en primer lugar, la creación de un archivo de la guerra civil propiamente dícho. El de Salamanca no lo es: le falta documentación tan esencial como la relativa a la política interna de los vencedores -que está depositada a unos centenares de metros del despacho de José María Aznar, en La Moncloa-, la militar y la diplomática. Una vez constituido el nuevo archivo cabía la posibilidad de que se aceptara que una parte de su documentación pudiera ser conservada en otro lugar, a título de préstamo temporal o indefinido. Esto no hubiera tenido nada de peculiar: los fondos del Museo del Prado están repartidos por museos provinciales y locales sin que con ello se modifique su titularidad. La solución fue universalmente aceptada, incluso en el Parlamento, y la polémica cuestión abandonó las primeras páginas de los periódicos. Ahora, seis años después, estalla de nuevo y no parece que vaya a desaparecer del horizonte político inmediato.

La razón estriba en que no se trata de materia que afecte a la organización de los fondos documentales, sino que tiene un profundo sentido simbólico y sentimental. Imagínese que una España democrática viera en posesión de terceros aquellos documentos relativos a la gestación de sus instituciones y los de quienes las defendieron. Pues bien, eso es lo que acontece en el caso presente.

El dictamen de la Junta Superior de Archivos fue tan alabado como incumplido por las sucesivas autoridades del Ministerio de Cultura. Basta con recordar el tiempo transcurrido para demostrarlo, pero, además, el gran archivo acerca de la guerra civil sigue sin existir. Las incorporaciones que se han realizado al de Salamanca son poco significativas o no se refieren al periodo bélico. Los archivos de Dionisio Ridruejo, José Mario Armero o de la Casa Civil de Franco son posteriores desde el punto de vista cronológico. El de Carlos Esplá no admite comparación con el de Martínez Barrio, depositado en el Archivo Histórico Nacional. Hay todavía algo peor: el patronato rector de la institución esta pobladísimo de autoridades locales, provinciales y regionales, pero sólo uno es historiador de la guerra civil, Carlos Seco, aunque lo sea excelente. Ningún catalán forma parte del mismo. El resto de los miembros, más de una docena, obedecen a adscripciones variadas, pero si hay socialistas se significan por una postura centralista. Por si fuera poco, el archivo parece haber adquirido la pretensión megalómana de cubrir nada menos que la totalidad de la historia española del siglo XX.

Hace unos meses, la Junta Superior de Archivos fue relevada. Poco antes se había remitido a una comisión nombrada por el patronato la posibilidad de atender la petición de la Generalitat catalana. La formaron cuatro expertos, dos propuestos por la comunidad autónoma y otros dos por el ministerio. No cabía esperar que de los trabajos de esta comisión surgiera un resultado positivo, y los acontecimientos lo han demostrado. Lo espectacular es el modo y el grado en que tal resultado se ha producido. No sólo se ha rechazado la solución propuesta por los especialistas catalanes, sino también la de los otros dos expertos. El patronato, amparándose en la 'unidad de archivo', ha resuelto en contra de la pretensión catalana, no en esta ocasión, sino para cualquier otra posterior; da incluso la sensación de que estos documentos ni siquiera podrán salir de Salamanca para una posible exposición temporal. Uno no puede desligar este acontecimiento de la tendencia creciente hacia un cierto españolismo centralista, que en ocasiones no se reconoce como tal, pero del que hay una catarata de pruebas diarias.

Con esta actitud, el ministerio y el patronato se enfrentan no sólo a la posición adoptada por el Parlamento catalán, sino que hiere profundamente sentimientos que son base del catalanismo, mucho más producto de la efusión que del cálculo, según recordaba Cambó. ¿Qué afecta a la organización de los archivos españoles que la correspondencia de Maciá o la documentación relativa a la elaboración del Estatuto de Nuria estén conservados en Cataluña incluso a título de depósito temporal? Resulta absurdo que además la cuestión se plantee como si fuera exclusivamente de carácter técnico y cultural cuando es política. Con este Gobierno, este ministerio y este patronato la esperanza de que se busque con sinceridad y buena voluntad una solución satisfactoria para ambas partes es nula.

Lo curioso es que queriendo defender el archivo actual se están dando pasos decisivos para su destrucción. La Generalitat fue restablecida en su momento por el primer Gobierno democrático y este sólo hecho hace pensar que tendría derecho a reclamar por vía judicial sus documentos. Pero en Salamanca hay documentos de asociaciones sindicales y de individuos particulares que pueden ser reclamados por quienes los representan en el momento actual o por sus herederos. Nadie ha hecho reclamación judicial alguna, pero puede producirse en cualquier momento y tiene todas las oportunidades de triunfar. La prueba es que el Gobierno socialista, cuando descubrió los papeles de Azaña, tuvo que devolvérselos a su heredero. Con los de Maciá puede suceder, ahora, lo mismo.

Una última consideración. Los papeles de Franco se conservan hoy en una fundación privada que recibe subvenciones públicas, pero que, por el momento, no permite la consulta de sus fondos. Los papeles del lehendakari Aguirre, de carácter político, pero también privado, incautados por los vencedores, se pueden consultar libremente en el Archivo de Salamanca. ¿Ha concluido verdaderamente la guerra civil?

Javier Tusell es historiador.

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