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LA CRÓNICA
Columna
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De Jack a Shipman

El doctor Harold Shipman, convicto de 15 asesinatos y sospechoso de otros 235, se ha puesto a la cabeza en la lista de los asesinos en serie más conspicuos de la historia. Aunque su palmarés es consternante, lo funcional, aséptico y desapasionado de su modus operandi induce a dudar que ingrese en los anales de la infamia. Las letales inyecciones que administraba a sus confiados pacientes carecen del plus de ensañamiento, crueldad, locura homicida o mezquina astucia que forjan la leyenda de un criminal, se imprimen en la imaginación de la ciudadanía e inspiran libros y películas. En este sentido, siguen ofreciendo perfiles más definidos y rotundos que Shipman sus compatriotas Dennis Nielsen, el funcionario de la seguridad social y combativo sindicalista que ligaba en el pub con chicos borrachos y sin techo, los llevaba a su casa en el 195 de Melrose Avenue, Londres, los estrangulaba con su corbata y guardaba los cadáveres bajo el parquet, de donde los extraía por la noche para ver la televisión a su lado en el tresillo, como una pareja 'normal', según cuenta En compañía de muertos (Ediciones B). O el matrimonio Frederick y Rosemary West, los sádicos que torturaban durante una semana a las muchachas realquiladas en su 'casa de los horrores', en el 25 de Cromwell Street, Gloucester, para luego despedazarlas y enterrarlas en el jardín (véase The Corpse garden, de Colin Wilson). El horror fascinado que emana de estos casos ha aconsejado demoler las casas de Nielsen y de los West, que se habían convertido en centros de peregrinación pero donde nadie quería vivir.

Las letales inyecciones de Shipman carecen del plus de ensañamiento, crueldad, locura y astucia que forjan la leyenda de un criminal

Hemos leído estos días que después de la visita de Shipman a un paciente, éste era hallado por un pariente o un criado plácidamente sentado en su sillón, con esa expresión de paz característica de la muerte por morfina. El Doctor Muerte fue cazado porque una vez quiso sacar provecho de sus crímenes, modificando en su favor el testamento de su última víctima y provocando las sospechas de la legítima heredera. Como en el caso Nielsen y el caso West, algunos ahora tratan de responsabilizar al 'sistema'. Pero no se ha inventado sistema capaz de controlar la naturaleza humana, sobre todo en casos de taras tan inimaginables.

Por las autopistas norteamericanas circulaba en los años setenta Henry Lee Lucas (véase Henry, retrato de un asesino), que empezó su carrera apuñalando a su propia madre y violando su cadáver. Operaba en colaboración con su colega Ottis Toole, el travestido caníbal. Lee Lucas no compartía los almuerzos de carne humana de Toole porque no le gustaba la sala de barbacoa con que la aliñaba. Después de matar entre 60 y 300 veces -sus confesiones se contradicen- fueron pillados en Tejas y condenados a muerte, pena que el entonces gobernador y hoy presidente de Estados Unidos, George Bush, conmutó por la de cadena perpetua. Quizá son los peores asesinos de ese gran país si dejamos al margen a los exterminadores venales, como los hiperactivos Joe Sullivan, Perro Rabioso, y Donald Frankos (Yo fui verdugo de la mafia, Ediciones Martínez Roca).

Rusia ha producido a André Chikatilo, el estrangulador de Rostov, modesto funcionario y caníbal convicto en 1992 de asesinar en los bosques de alrededor de la ciudad a 52 niños (véase Ciudadano X). El mismo número de víctimas causó, entre 1991 y 1996, el ucranio Anatoli Onoprienko, que asaltaba casas aisladas para exterminar a sus habitantes y robarles sus ahorros y sus equipos estéreos, en la tradición de Williams y M'Kean que De Quincey reconstruye en El asesinato considerado como una de las bellas artes.

El mundo latino produce demonios rurales, como Pedro Alonso López, el monstruo de los Andes, sospechoso de 300 asesinatos en las carreteras y los caminos de Colombia, Ecuador y Perú, o el también colombiano Luis Alfredo Gavarito, que ha confesado 140 muertes. En España tuvimos al vagabundo Manuel Delgado Villegas, El Arriopiero, que se llevó por delante a 48 colegas y murió en el hospital de Can Ruti, en Badalona. Y poca cosa más, pues la viuda negra de L'Hospitalet, que envenenaba paellas para desvalijar los pisos de sus vecinos, no merece ser recordada ni con una biopic: sólo un muerto, y fue impremeditado.

En los anales de la infamia -y en el arte-, por mucho y eficazmente que se haya atareado, Shipman no alcanzará la reputación de los clásicos, un Landru, un Jack el Destripador, cuyos cinco asesinatos en el brumoso Londres victoriano son fuente incesante de inspiración para escritores y cineastas: desde el excelente relato donde un bondadoso, pulcro y anciano caballero danés, en vísperas de morir, confiesa a su sobrinita Karen -Isak Dinesen en la literatura- sus cinco pecadillos de juventud, hasta From hell, la película donde Johnny Deep encarna al detective Abberline, que en vano trató de resolver el misterio de la elusiva personalidad del Destripador.

En cuanto a Henri-Desiré Landru, dio pie a películas de Chabrol y de Chaplin y a ríos de tinta, pero su nombre no les dice nada a los lectores más jóvenes. Durante la I Guerra Mundial, seducía a parisienses solitarias y románticas, las llevaba a Villa Tric, a las afueras de Gambais, en Seine-et-Oise. Lo atraparon porque en cada viaje a Gambais compraba dos billetes: uno de ida y vuelta, y el otro sólo de ida. Mezquindad de contable que le hizo doblemente merecedor de la guillotina.

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