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Columna
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Panes y peces

En la esquina de las calles del Pez con la de Pizarro se levanta un caserón austero y rotundo que un día fue palacio de los Marqueses de Pezuela, habitado, escribe Répide, por el Conde de Cheste, 'hasta los últimos años de su larga vida y ocupado luego, por distintas reuniones y sociedades'. Entre las diversas asociaciones que ocuparon los enormes salones y amplias estancias del palacio, se encontraba en los años sesenta la Sinagoga de Madrid, casi de tapadillo, pues la nueva y cacareada libertad religiosa era para judíos, moros y cristianos reformados una entelequia bajo los auspicios de un excerbado nacional-catolicismo. Aún no se habían apagado los ecos de una tonadilla infantil que coreaban fervorosamente las alumnas de los colegios de monjas cuyo estribillo intolerante decía: 'Fuera, fuera protestantes fuera de nuestra nación que queremos ser amantes del Sagrado Corazón'. Para que la amorosa unión entre el corazón divino y los corazoncitos infantiles se produjera sin interferencias, era necesario, según los católicos inquisidores, convocar una nueva cruzada para expulsar a los pocos infieles que quedaban en España y en Madrid, extranjeros de cuerpo y de alma en su mayor parte, según indoctos doctores de la Iglesia.

La calle del Pez, hermana pequeña y paralela a la Gran Vía nació entre palacios y monasterios, intrigas y cortesanas y desvaríos místicos que se fundieron para plasmar en el convento de San Plácido un grotesco y dantesco episodio en el que intervino Su Majestad Felipe IV, trotaconventos y desfloranovicias, un asunto de monjas endemoniadas y curas de todos los diablos que taparon con el pudoroso velo de una leyenda ejemplarizante los cronistas a sueldo, magro sueldo pues en la corte del rey pasmado no ataban los perros con longanizas sino que más bien hacían longanizas de perro, tan caninos andaban los reales erarios.

En el antiguo palacio de los Marqueses de Pezuela, creo recordar que un piso por debajo de la sinagoga semiclandestina, sentaban sus reales el Centro Riojano, casa regional de animada vida social cuyos bailes dominicales competían con los de la vecina Casa de León, que sigue en danza y en el mismo lugar, unos números más arriba, en un hermoso edificio situado en la esquina de la plazuela de Carlos Cambronero. En otro piso del caserón donde vivió sus últimos años de su longeva y prolífica existencia don Juan de la Pezuela, Conde de Cheste, militar y literato decimonónico, abría sus puertas una academia famosa por hacer milagros con los repetidores más recalcitrantes, tal vez algo tenía que ver con tales prodigios el aura del finado conde, traductor de Dante, Tasso, Ariosto y Camoes, capitán general de Cuba y de Cataluña que un día envainó el sable para tomar el mando de la Real Academia Española.

A la calle del Pez le nació pronto su vocación multicultural y literaria glosada ayer por Galdós y más recientemente por Paloma Díaz Mas que escribió su espléndida novela El sueño de Venecia su biografía fantástica, afortunado pastiche de diferentes estilos literarios, uno para cada siglo reflejado.

La confluencia de las calles del Pez, Jesús del Valle y Pizarro sigue siendo una encrucijada popular y populosa en la vida del barrio. Allí coinciden tres bares, un supermercado con los cierres metálicos profusamente ornamentados por los artista locales del grafiti y una tienda ultramarina y oriental de variada oferta y amplio horario. A las cinco de la tarde, desde un taburete de la barra del 'Cafeína', plácido café de día y bullicioso bar de copas por la noche, el observador ocioso y curioso asiste a un espectáculo visual y documental que muestra la cara más amable de una multiculturalidad babélica de lenguas y de razas. Babel en la que forman mayoría en esta zona los comerciantes chinos. Desde la barra del café, el observador acaba de ver pasar a una pandilla de escolares con sus mochilas y sus juegos, una pandilla unida y mixta con todos los matices cromáticos de la paleta racial. Dos niñas chinas de apretadas coletas, dos chavales ecuatorianos, una chica dominicana, un crío africano y una pareja de chaveas castizos que son los más ruidosos. Las bromas se hacen en español, sus ropas y sus mochilas son casi idénticas y sus diálogos versan sobre los mismos héroes y los mismos mitos de cine, la televisión o los juegos de consola. Son de Madrid, son del barrio y no hay raza ni religión que les confunda o les enfrente.

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