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Tribuna
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Entre dimes y diretes

Los programas de los festivales veraniegos suelen condensar un espíritu mucho más radical que la programación cultural del resto del año, llena de parásitos y grises siluetas. Con los espectáculos Minetti y Extinción, el austriaco Thomas Bernhard se ha convertido en el gran relator en los festivales de Aviñón y Grec. Nuestro festival de verano ha programado, además, un Koltés según Belbel y una aproximación a la obra de Samuel Beckett dirigida por Luis Miguel Climent. Nombres con mayúsculas que alimentan determinados aspectos de la perplejidad contemporánea. Ciertamente, conjugar el calor con las calorías de una escritura demoledora puede resultar desconcertante, cuando no emparentado con el masoquismo y el teatro de la crueldad. Pero prefiero pensar que la buena literatura -y la de estos autores se sitúa en la cumbre de la prosa escrita en los últimos decenios- no conoce disposiciones climáticas ni placeres digestivos. Y que en momentos supuestamente relajantes en que prevalece el sentido común, cabe reclamar la claridad de quienes apostaban por desenmascarar todas las farsas, entre ellas la del sentido común.

Se echa de menos esa mirada incómoda, excitante, ante tanto discurso precautorio

De todos modos no son estos universos narrativos y poéticos los que me interesan, sino la orfandad que provoca su ausencia. Se echa de menos la inclemencia de aquellos autores a la contra, tal vez porque vivimos tiempos de escasez en navegaciones a contracorriente. Se echa de menos esa mirada incómoda, cáustica, excitante, ante tanto discurso precautorio y propuesta cultural descafeinada. Ya sé que nuestra época exige menos rigores y las actuales identidades culturales, aunque furiosas, no quieren colocarse en el filo de la navaja y del lenguaje, como ocurrió con los escritores mentados. Toca ser optimistas con nuestro tiempo (so pena de encontrarse en situaciones incómodas y acabar satanizado por los ecos apocalípticos), pero tengo la impresión de que las llamadas a la calma chicha obedecen menos a un principio de incertidumbre que a la necesidad de eliminar cualquier incógnita. La división, la duda, la crítica, la interrogación, la diferencia, elementos constitutivos de una cultura fluida, perturbadora, parecen arrinconadas ante un arsenal de evidencias y una cultura de servicios mínimos.

La televisión tiene mucho que ver con esto. No tanto la idea de la cultura, que a la tribu de funcionarios de la pequeña pantalla les importa un comino, como la delimitación de los fenómenos según dos criterios fundamentales: la forma publicidad y la veneración aritmética. Dos pautas de legitimación para ocupar el mercado que las instituciones culturales han hecho suyas con una presión populista acentuada. La cultura es cada vez más la expresión de valores tangibles, de acontecimientos transitivos, cuando no de meras ocurrencias que tengan cifras de audiencia en el supermercado. Y los creadores culturales, divulgadores de ideas o simples tertuliantes se reconocen porque están donde tienen que estar, en el momento justo en el que tienen que estar y con las intervenciones justas para seguir estando donde hay que estar. La tecnolatría contemporánea crea sus propias voces autorizadas y no tiene espacio para suicidas resistentes. Se trata de una cultura de rito social que necesita del alfombrado de los salones y no de los campos de batalla. En este territorio ha estallado la paz.

Sin alejarnos de las trincheras de Barcelona, es posible constatar que los dos máximos acontecimientos culturales que parecen marcar el paso son el conflicto del Born y el Fòrum 2004 de les Cultures. No voy a insistir sobre estos eventos y sus voluntades. Ambos edificios tienen suficientes inquilinos culturales como para dar cuerda a la polémica y mantener las preguntas indispensables para la prensa y el interés ciudadano. En el primer asunto, un vaivén de historiadores y ar

quitectos, políticos y gestores culturales, además de vecinos y peonaje en general, dialogando sobre zonas desafectadas, equipamientos culturales y formas de cohabitación (extraña palabra gestada en despachos administrativos para dar sentido a una zona en ruinas) entre pedruscos y libros, consideradas ambas como zonas de pago. En el segundo, una serie de dimes y diretes entre asesores y dirección, equipos oficiales y programas privados, amén de un rico álbum de fotografías como ilustración del Senado cultural, para abrir boca sobre un acontecimiento indefinido como el Fòrum y su política de sostenibilidad (palabra obtusa que resbala, según parece relacionada con el desarrollo y no con la viabilidad de los sostenes). Ambos son acontecimientos culturales de magnitud, exuberantes e intrépidos, que nos incitan a desplegar sentimientos arqueológicos, municipales y bibliotecarios y, cómo no, a promover escenarios iluminados en una ciudad de alta estima y flotación como Barcelona. Pero convendrán que no son precisamente océanos de cultura que movilicen grandes tensiones de cuerpo y espíritu, ni se perfilan como determinantes para entender nuestra relación con el mundo, los dioses y los deseos.

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Bajando a la esquina del viejo bar, todo flota liviano. Más allá de experiencias singulares que pugnan por salir a flote con su radicalidad entre los diferentes saberes y ámbitos artísticos, reina en el mundo cultural una atmósfera de languidez y apatía, como si el descreimiento de la oferta hubiera contagiado a los propios oficiantes. Sin duda es una opción tranquilizadora y ofrece todas las garantías de eficacia y consenso. Pero esa armonía que gobierna la industria de la cultura y del espectáculo tiene algo de frígida y alienta escaso entusiasmo, así en el cerebro como en la entrepierna.

Domènec Font es profesor de Comunicación Audiovisual de la UPF

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