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Tribuna
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El comedor de carne humana

Pasen y véanlo. Está expuesto en el Palau de la Virreina (El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y son J. L. Marzo y M. Roig los comisarios de la exposición). El aparente monstruo se llama Kurtz. Y aunque sea sumariamente descrito en el programa como un asesino que vive en el horror o equívocamente como un denunciador de la 'mentira' colonial, Kurtz es, sobre todo, uno de los nuestros. Sin duda no el mejor ni el más eficiente, pero sí aquel cuyo caso fue descrito, en 1902, con mayor precisión. La fascinación por la historia de la búsqueda que hace Marlow, el narrador, de Kurtz, el jefe de la estación comercial del interior donde se iniciaba el depósito y el tráfico de marfil, en algún lugar sólo accesible remontando el gran río Congo, surge porque, justamente, la singularidad de este ser, Kurtz, extremadamente colonial -la voluntad de ejercer un poder sin mesura siendo, sin contradicción, compasivo y un emisario de la ciencia y el progreso-, parece confundirse con todo el orden social que lo produjo -'toda Europa ha contribuido a hacerlo'-. Y este personaje colectivo, dígase claramente, se vuelve para algunos enojoso, insufrible, no por los consabidos motivos éticos -los excesos mortuorios de la colonización, su, si se quiere decir así, inmensa crudeza de procedimientos-, sino por despertar la sospecha de que la narración de la colonización, cualquiera que se haga, es una burla al conocimiento. Toda aquella destrucción fue sencillamente así. Transcurría, atroz y banal, mientras Marlow lo contaba. Era lo que parecía. Y nuestras vidas actuales en ella tienen su fundamento. Por ello lo que cuenta Marlow apela constantemente a la complicidad del lector que teme reconocerse como partícipe en la escabrosa empresa. ¿Acaso no son los negros inhumanos? ¿Cómo explicar, si no, lo que estaba entonces ocurriendo y lo que, por ahora, parece su desenlace? Contéstese el lector.

Es evidente, como convenientemente algún historiador ha recordado, que el estudio de la empresa colonial no puede sustituirse por la lectura de la breve narración que hace Conrad de lo que dijo Marlow que hizo buscando a Kurtz. Pero cualquier estudio acabará girando, como tomado por una gravedad imprevista, alrededor del corazón de las tinieblas.

El mal y la muerte que en él se hallan escondidos no son ocasionales ni adventicios como una calamidad. Son, al contrario, inducidos, criaturas obtenidas con experimentos. Y llevados a cabo, justamente, por gente como Kurtz y antes por tantos otros. Fueron gente disciplinada, capaz de reflexión crítica, de reproducir experiencias, de concebir resultados. Gente animosa. ¿Podría alguien decir que Hernán Cortés fue un asesino? No lo fue. Tampoco, por supuesto, Kurtz. Éste propuso como conclusión a su informe, no conservado, a la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes (las siglas ISSSC corresponden al original en inglés) que 'se exterminara a todos los brutos'. En efecto, se está haciendo, aunque no con la eficiencia que requiere la noble causa del progreso. Y esta recomendación hecha a una sociedad de sabios es uno, si no el primero, de los motivos por los cuales cualquier análisis de la empresa colonial y fundación del mundo moderno acaba por hallar referencia y acomodo en el texto de Conrad. Si hay que destruir lo salvaje, sobre lo cual no cabe desacuerdo, se debe primero reconocer como tal. El mejor criterio será el que se fundamente en conductas que pongan en grave peligro la continuidad de la especie. Comer carne humana constituye, sin duda, un comportamiento amenazante para ella. La prohibición de hacerlo debe ser tajante. Debe ser prohibido incluso si el consumo se limita a ingestiones rituales y estacionales, no contemplando, pues, la selección, engorde y despiece que serían imprescindibles si llegara a constituir una práctica social generalizada de nutrición. Comerse a otros es, pues, manifestación del mal absoluto, a partir del cual sólo hay males inferiores eventualmente corregibles o compensables. Bueno, pues Kurtz comió carne humana. Participó en las ceremonias y bailes que los negros, en aquel rincón, el más oscuro de África, le ofrecían, a medianoche, y que acababan en 'ritos indecibles'. Indecible

-unspeakable- forma parte del reducido vocabulario con el que se alude, justamente, a aquello tan prohibido que ni se puede mentar. También queda claro que Kurtz participa en las horribles cenas después de casi dos años de errancia en la selva, perdidos los nervios y la cabeza. Finalmente se trata de un europeo desvariado en noche tenebrosa, vuelto nativo, pasado a los bárbaros. Éstos sí que practicaban ritualmente lo indecible. Kurtz, acompañándolos, se perdió más allá de toda redención posible. La discusión sobre cómo un europeo adopta la barbarie es singularmente edificante. Sólo es concebible como desvarío individual. Una renuncia colectiva a la civilización queda descartada. Es la convicción imperturbable de Robinson Crusoe (1719), una historia de sobrevivir al cerco de bárbaros comilones, acerca de la imposibilidad de que un inglés se coma a su prisionero. Comerse a otros, como lo hizo Kurtz, no es ni por asomo una metáfora de la depredación colonial. Es, por el contrario, una alusión precisa al criterio más concreto para identificar a los bárbaros. Los negros comen gente, exterminadlos.

El bárbaro, que se sepa, no tiene arreglo educativo posible. Los indios de América comían carne humana -los caribes fueron, claro, caníbales- y la destrucción cayó sobre ellos. Ésta es la referencia inaugural de Conrad, o por lo menos de Marlow. Y es muy concreta, data a partir de 1492. Exterminar bárbaros fue muy pronto percibido como una empresa necesaria pero conllevante de un riesgo difícil de afrontar. Robinson Crusoe lo expuso claramente al observar que el exterminio podría tener que llegar a ser infinito. Antes, en 1588, Montaigne había propuesto el argumento de que el exterminador de bárbaros podría llegar a compartir, e incluso superar, la barbarie de los brutos. Quizá. Pero el argumento sólo muestra la relativa antigüedad de la noble causa de Kurtz, y de la dificultad de su realización. Y en ello, a pesar de todo, estamos.

-unspeakable- forma parte del reducido vocabulario con el que se alude, justamente, a aquello tan prohibido que ni se puede mentar. También queda claro que Kurtz participa en las horribles cenas después de casi dos años de errancia en la selva, perdidos los nervios y la cabeza. Finalmente se trata de un europeo desvariado en noche tenebrosa, vuelto nativo, pasado a los bárbaros. Éstos sí que practicaban ritualmente lo indecible. Kurtz, acompañándolos, se perdió más allá de toda redención posible. La discusión sobre cómo un europeo adopta la barbarie es singularmente edificante. Sólo es concebible como desvarío individual. Una renuncia colectiva a la civilización queda descartada. Es la convicción imperturbable de Robinson Crusoe (1719), una historia de sobrevivir al cerco de bárbaros comilones, acerca de la imposibilidad de que un inglés se coma a su prisionero. Comerse a otros, como lo hizo Kurtz, no es ni por asomo una metáfora de la depredación colonial. Es, por el contrario, una alusión precisa al criterio más concreto para identificar a los bárbaros. Los negros comen gente, exterminadlos.

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El bárbaro, que se sepa, no tiene arreglo educativo posible. Los indios de América comían carne humana -los caribes fueron, claro, caníbales- y la destrucción cayó sobre ellos. Ésta es la referencia inaugural de Conrad, o por lo menos de Marlow. Y es muy concreta, data a partir de 1492. Exterminar bárbaros fue muy pronto percibido como una empresa necesaria pero conllevante de un riesgo difícil de afrontar. Robinson Crusoe lo expuso claramente al observar que el exterminio podría tener que llegar a ser infinito. Antes, en 1588, Montaigne había propuesto el argumento de que el exterminador de bárbaros podría llegar a compartir, e incluso superar, la barbarie de los brutos. Quizá. Pero el argumento sólo muestra la relativa antigüedad de la noble causa de Kurtz, y de la dificultad de su realización. Y en ello, a pesar de todo, estamos.

dieval de la UAB.

Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la UAB.

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