Julio Alberto
No llegué a conocerlo personalmente, aunque fueron muchas las veces en que me enfrenté contra él. Era un lateral izquierdo iluminado y visceral, de esos que ya no quedan porque la inspiración hace tiempo que se convirtió en un artículo perseguible de oficio. En un golpe de efecto se casó con la hija de un riquísimo banquero que le debería haber proporcionado una vida estable. No fue así, aunque uno nunca llegó a enterarse de las razones de aquel fracaso que le abrió las puertas del horror.
Quienes le conocieron glosan extravagancias dignas de novelistas decadentes como Huysmans. Una vez fue la adquisición de una pequeña isla, otra el enamoramiento de una actriz porno, que le obligó a localizarla por los créditos de una película y a alquilar un avión privado para ir a conocerla a Suecia o a cualquier otro emporio del sexo duro. Episodios como éstos nos anunciaban a un personaje desorbitado y delirante que en su momento nos hacía gracia por inusual. Lo que pocos sabían es que aquel reino de ensoñaciones, de antojos que le iba desangrando el alma y el bolsillo estaba alicatado con noches en que el alcohol y la droga ocupaban un sitio preferente. Tuvimos que enterarnos más tarde, cuando la gloria del día a día se había convertido en una hoja amarilla llena de desgarrones. Fue entonces que surgió de las tinieblas la imagen de aquel hombre destruido por los excesos del pasado.
El gran Julio Alberto, el gran lateral que había sido un emblema en el Atlético de Madrid y había conquistado el corazón de los catalanes al lado de Maradona, había caído por esos pasadizos golosos y mortales del falso deleite en la decadencia física y la pobreza. Daba pena oír noticias acerca de las instancias de su deterioro. Un día lo despidieron de un bar de copas, al parecer porque sisaba de la caja. Otro podía vérsele de portero en una discoteca, imaginamos que a cambio de recibir alguna dosis que le devolviera la alegría postiza de aquel reino esfumado para siempre. Para contar las peripecias de su vida y ganar de paso algún dinero, publicó una suerte de biografía que engordó el morbo de los lectores que disfrutan repudiando o compadeciendo las desgracias ajenas.
Ahora acabamos de conocer el último capítulo de esta novela dolorosa. En un hotel de Barcelona, suponemos que víctima del alcohol y los estupefacientes, la emprendió con el moblaje como si de un quijote moderno se tratara. No sabemos si se dejó llevar por un arrebato de cólera o de impotencia, o estaría en una crisis nerviosa fruto de alguno de esos claros de lucidez que a veces proporciona la ebriedad. El caso es que los empleados del hotel llamaron alarmados a la policía para reducir al revoltoso. Y el revoltoso resultó ser Julio Alberto. Entretanto, según cuentan los diarios, llegó incluso a intentar suicidarse saltando por la ventana. No hace falta abundar en el aspecto que tenía cuando lo encontraron ni presumir el estado de desesperación y derrota que le impulsó a preferir la muerte antes que continuar perdido en el infierno; un infierno hecho a la altura de un hombre caído y solo que, no hace tanto, en la cúspide de la gloria, pudo presumir muchas tardes de haber puesto a noventa mil espectadores en pie con la única y franca intención de aplaudirle.
Miguel Pardeza fue futbolista del Real Madrid y del Zaragoza. El artículo reproducido ha sido publicado en la página web libredirecto.com
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