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LA CRÓNICA
Columna
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Dickens en Torre Baró

El pasado fin de curso asistimos a un prodigio: el espíritu de Charles Dickens se materializó en Torre Baró. Fue un prodigio mínimo y periférico, pero capaz de ponernos el corazón patas arriba y la sonrisa boba de quien ha visto algo tan bello como un milagro en Milán.

Ocurrió en Torre Baró, repito, a media tarde, pero el día ya había amanecido con unos magníficos cielos de textura dickensiana: lentos, cenicientos, legañosos, como el presagio meteorológico de lo que nos esperaba. Fuimos con la idea de ver una función musical de fin de curso, Escenes d'Oliver Twist, interpretada por alumnos del instituto Picasso, pero salimos con la impresión de haber visto una función de fin de nada, sino de inicio de todo. De inicio del futuro, de inicio de otra vida. Lástima que no asistieran la consejera de Enseñanza ni su homóloga de Madrid, rodeadas de sus respectivas huestes de espesos asesores y técnicos pedagógicos y curriculares. ¿Por qué? Porque la mayoría de esas criaturas que nos asombraron con sus bailes, sus acrobacias (hubo hasta saltos mortales) y sus declamaciones en un catalán voluntarioso e integrador, esas criaturas que hicieron brotar lágrimas hasta a los más curtidos son criaturas que conocen los mismos rigores de la existencia que Oliver Twist, Nancy y los demás personajes de Charles Dickens: las familias dispersas, los padres y hermanos reventados por las drogas, los comedores de la asistencia pública, los orfanatos, los locutorios carcelarios, las salas de espera de la nada absoluta, los golpes, el desamparo, el desprecio institucional y el largo resto de especias que aderezan la amarga sopa de la miseria. Y porque ahora, después de este curso escolar en el Picasso, después de esta experiencia escénica impulsada por la profesora Luisa Casas, andan todos tocados por una varita mágica. Han aprendido una lección más importante que la función clorofílica o la geografía de las comarcas catalanas: han aprendido a estar y a hacer algo juntos y han descubierto la autoestima, que no consiste, como creen algunos comodones, en quererse mucho, sino en saber que uno es valioso. En una palabra, que han pasado de Oliver Twist a las Grandes esperanzas.

Luisa Casas ha adaptado la obra, la ha dirigido, ha escrito las coreografías y ha conseguido que le cedan un vestuario de lujo

Podría hablarles largo y tendido de ese niño regordete que a comienzos de curso sólo sabía imitar el grito de un gusano (sic), hablar con los plátanos y hacerse caca en los pantalones. Había que verlo el sábado por la tarde, haciendo de Charly sobre el escenario, conquistando al auditorio con sus evoluciones y sus gracias, con sus gritos ornitológicos y sus imitación de las convulsiones de un muerto de chiste. Y de ese otro, de origen sudamericano, en cuya vivienda se hacinan veinte familiares sin papeles. ¿Y la bailarina rubia que salió de una caja forrada de papel, imitando el puro temblor de una marioneta? Les ahorro, piadoso, la descripción de su ambiente familiar. Pero sepan que detrás de la mayoría de ellos se encuentra el mismo paisaje social, familiar y moral de devastación y miseria. Y el mismo futuro sin porvenir.

'Lo normal es que los profesores nos quejemos -me dijo Luisa Casas hace unos días, por teléfono, con la voz ronca por las jornadas de quince horas de ensayos-, que nos quejemos de los alumnos, de los padres, del sistema o de los compañeros... y que de queja en queja no actuemos. Un buen día me pregunté qué podía hacer yo, cuál podía ser mi respuesta... Y me dije que lo mejor que podía hacer era actuar'. Y cuando Luisa Casas dice actuar lo dice en todos los sentidos: ha adaptado la obra, la ha dirigido, ha escrito las coreografías, ha conseguido que la casa Braulio le ceda un vestuario de lujo y aparece sobre la escena pegándose unas 'vuertesitas' por bulerías con el bailaor gitano José Santiago El Moro, hermano de una de las alumnas que participan en la obra.

Al final de la función hay muchos aplausos y una eufórica merienda de centro cívico, con cruasanes de chocolate y cava en vasitos de plástico.

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Saludamos a los actores (¡qué pequeños parecen desde debajo del escenario!) y les felicitamos por su actuación, aunque secretamente les estemos felicitando por haber entrado en el mundo real. Los adultos, los unos hablan del ejemplo de integración que representa esta experiencia; los otros, de lo bien que lo ha hecho su hijo o su nieto. Pero la conclusión meridiana es la del bailaor gitano: 'Yo soy del barrio, sé de lo que hablo: si estos chavales no hacen esto acabarán en el trullo'.

Luego, durante la cena, cae un cubo de agua fría sobre nuestro acalorado entusiasmo: no está claro que la compañía teatral pueda seguir sus actividades. En el Departamento de Enseñanza sabrán por qué. Es entonces cuando nuestras autoridades educativas se nos aparecen como los respetables caballeros de la junta de la novela de Dickens, capaces de azotar a quien tiene la osadía de pedir más gachas y de suscribir la profecía del caballero del chaleco blanco: 'Estos niños acabarán en la horca'. Por suerte Luisa Casas nos cuenta una escena preciosa. Antes de abandonar el teatro ha vuelto al camerino a recoger sus cosas y se ha encontrado, tumbados sobre el escenario apenas iluminado, en absoluto silencio, a un grupo de alumnos. '¿Qué hacéis aquí, a oscuras? ¿Por qué no estáis en la fiesta?' 'Profa: no nos queremos marchar de aquí. Es donde estamos mejor'.

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