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Columna
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Lo peor

La gran virtud de nuestra Constitución está en peligro. Fue diseñada como una cama redonda que suavizaba los extremos. Las sábanas fueron planchadas con esmero por todas las tendencias puesto que todos querían meterse entre ellas. Ciertamente: no fue posible blanquear las sábanas. Quedó el rastro de la imponente suciedad acumulada: Franco había muerto en su lecho de dictador zarzuelero y había tenido un funeral de faraón zarzuelero. Ciertamente: se hicieron bastantes concesiones al estamento militar. Pero los fundadores de la Constitución consiguieron redondear los codos más puntiagudos. Se trataba de conseguir un bien superior al interés de cada parte. Se trataba de evitar el insomnio de un nuevo conflicto civil.

Para intentar el sueño de una España democrática y en paz, dos tipos de extremos tenían que reconocerse y respetarse. Los que cristalizan en el eje social: derecha e izquierda. Y los que cristalizan en el eje identitario: españolismo y nacionalismos periféricos. Había que superar los fratricidas dilemas de las dos Españas que habían helado el corazón de Machado y había que saltar por encima del foso que separaba los partidarios de la 'España una' de los de la 'España rota'. La transición no se hizo sobre un texto navideño. Pactaron sin amor, incluso con bastante repugnancia. Pero se reconocieron: para evitar que un nuevo conflicto mandara nuevamente a la ruina vidas, haciendas y sueños. Y así, por ejemplo, los militantes comunistas con años de cárcel y sufrimiento a sus espaldas aceptaron meterse en la cama constitucional con sus torturadores renunciando para siempre a pedirles cuentas. Lo mismo hicieron políticos de todas las tendencias, como sabemos. Los que habían tenido que renunciar a su lengua de cultura, los que perdieron su juventud en el exilio y los que, habiendo gozado durante años del privilegio de los vencedores, renunciaban a seguir imponiendo sus reglas por miedo a perderlas forzosamente más adelante. Diga lo que diga la letra, el espíritu de la Constitución radicaba, radica, en este punto: en el equilibrio del reconocimiento mutuo. Pero este espíritu está siendo alterado. En parte por el rastro franquista, que hoy parece más visible que ayer. Pero sobre todo a causa de la lógica que el PNV de Ibarretxe inició pactando con ETA en Lizarra y de la consiguiente respuesta del PP.

Cuando Aznar, en sus primeros años, habló de una segunda transición, muchos se lo tomaron como una chanza típica de este hombre tan aficionado a bromear sobre sus virtudes políticas o atléticas. No le hacían caso porque asomaba ya el arrogante que tantos votos y aplausos consigue (un periodista de larga trayectoria, cuyo nombre es mejor no evocar, saludaba al presidente que cambió a unos ministros: 'El mayor orfebre de la política mundial'). Pero no era broma ni un exceso de la vanidad. El PP de Aznar está poniendo toda la carne política en el asador para retroceder a los años de la transición y reescribir nuestra Constitución sobre bases menos comprensivas, menos inclusivas, más limitadas, intransigentes, punzantes. Se trata de negar a uno de los extremos del eje nacional el derecho, no ya a querer segregarse de España -que lo tiene-, sino a defender su estrategia, so pena de ser acusado, una y otra vez, de formar parte del pelotón etarra.

Lo hemos repetido mil veces: ni una sola de nuestras palabras puede servir para atemperar, justificar o comprender los crímenes de ETA y la asfixiante presión con que sus esbirros políticos someten a todos los que tienen otra visión del País Vasco. Nuestras palabras y, especialmente, nuestros gestos deben servir para acompañar y defender a las víctimas del terror. Esto no impide, sin embargo, mantener distancia con los que mezclan la elegía y el dolor con los intereses ideológicos de una parte (cualquiera que sea: todas son discutibles). Sobre el dolor de las víctimas y sobre la repulsa de los asesinos, el PP está construyendo una ideología de barrido y fregado constitucional que prohíbe el matiz, que condena éticamente al nacionalismo democrático, que usa y abusa del 'conmigo o contra mí' para dejar a la oposición socialista en cueros y fuera del camino a los que tienen otras visiones de España, llámense Pujol, Odón Elorza o Maragall.

Uno entiende perfectamente las intemperantes respuestas de los políticos vascos del PP o del PSOE que se saben, minuto a minuto, en el punto de mira de los terroristas; uno comprende cualquier afirmación de los intelectuales, concejales o profesores que están siendo cazados como conejos. No podemos exigir a las víctimas que sean como este joven socialista, Eduardo Madina: ángel que sigue reclamando diálogo con las piernas amputadas. Hay que acompañar al que puede morir en su quiosco de golosinas, guste o no guste lo que diga. Pero no es fácil entender, al menos desde la cultura de la transición, a un Gobierno que expulsa a toda prisa, a la mínima discrepancia, del templo constitucional a todo aquel que no comparte su visión de España. El objetivo debería ser precisamente el contrario: ensanchar la causa de la concordia y la democracia. Es cierto que el PNV muchas veces juega con insoportable ventajismo, pero no es menos obvia la pasión con que muchos altos personajes del Estado aprovechan cualquier pequeña excusa, veraz o falaz, para poder empujar al PNV a las tinieblas. Se dice que Aznar y sus colaboradores son muy sagaces. Para ganar elecciones, será. No para solucionar este viejo problema de fondo que gracias a su estrategia de confrontación ha entrado en una espiral tenebrosa. Los muertos y las víctimas de ETA se mezclan con tanta reiteración en los discuros y en los telediarios a las críticas contra la ideología nacionalista que uno teme que estén siendo usados para lo peor. Si lo peor de ETA es forzar con la muerte unos cambios políticos que no puede obtener democráticamente, lo peor del PP sería ofrecer estos muertos a los dioses de la patria española para recuperar unos territorios supuestamente perdidos.

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