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Columna
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El drama árabe y su coartada

Desde hace lustros, un seguimiento superficial o meramente cuantitativo de los medios de comunicación occidentales -y muy en particular de los españoles- induciría a creer que el principal, por no decir el único, problema del mundo árabe actual es la existencia misma del Estado de Israel o, como se escribe a menudo con calculada ambigüedad,'la ocupación israelí'. Sólo este asunto abre telediarios, y ocupa portadas de prensa, y convoca manifestaciones en todo el mundo, y moviliza a intelectuales, y suscita encendidos debates de opinión.

Y bien, para quienes de buena fe hayan hecho suya esa visión simplista y maniquea de las cosas ha debido de constituir una gran sorpresa la reciente publicación del Arab human development report 2002, elaborado por un selecto grupo de expertos árabes por encargo del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas y del que EL PAÍS se hizo pálido eco -el texto completo suma 178 páginas- en su edición del pasado día 4. Las conclusiones del informe son contundentes: el mundo árabe sufre -y los sufre en términos a menudo más graves incluso que el África subsahariana- tres grandes déficit que hipotecan su futuro; a saber, el déficit de libertad, el déficit de participación femenina y el déficit de conocimiento.

Aunque los autores del estudio citado la cuantifiquen por medio de sofisticados cálculos, la primera de esas carencias, la falta de libertad, era ya evidente para cualquier observador objetivo. Desde el océano Atlántico hasta el Golfo Pérsico, desde el despotismo paternalista de la monarquía alauí en Marruecos hasta la tiranía descarnada de Sadam Hussein en Irak, pasando por las presidencias vitalicias en Egipto o Túnez, por el excéntrico reinado de Gaddafi en Libia o por la república hereditaria de los Assad en Siria, ni uno solo de los Estados árabes goza de plena libertad de información; de elecciones pluralistas, libres y competitivas; de un marco efectivo de derechos civiles para sus ciudadanos.

Tales rasgos no suponen sólo una molestia para sus 280 millones de habitantes y un obstáculo para su desarrollo, sino que a menudo constituyen una colosal tragedia. Si los 52 muertos palestinos -según la evaluación de Human Rights Watch- por la acción militar israelí permitieron equiparar la situación en Jenín con Auschwitz, ¿con qué deberían compararse los campos y las ciudades de Argelia, donde a lo largo de la última década han muerto más de 100.000 personas, civiles en su inmensa mayoría, víctimas de esa oscura y siniestra guerra entre islamistas y militares, algunos de cuyos entresijos se debaten estos días ante un tribunal de París? Si la política de Sharon en Gaza y Cisjordania -no seré yo quien la defienda- ha sido calificada de 'nazi' y 'genocida', ¿cómo deberíamos catalogar la política de los sucesivos gobiernos sudaneses, cuya voluntad de islamizar por la fuerza a las poblaciones negras del sur de aquel país ha provocado ya, desde 1955, casi un millón de muertos? ¿Y qué diremos de las 20.000 bajas que causó, en febrero de 1982, el aplastamiento por orden de Hafed el Assad de la sublevación islamista en la ciudad siria de Hama? ¿Y de los 3.000 cadáveres que dejó la guerra civil interyemení de mayo-julio de 1994? ¿Y del estado de los derechos humanos en Arabia Saudí...?

El hecho de que, precisamente en Arabia Saudí, las mujeres no puedan siquiera conducir un automóvil es el vértice anecdótico del segundo déficit denunciado por el informe de las Naciones Unidas: la marginación de la mujer árabe, su escuálida presencia en la vida pública (sólo el 3,5% de diputadas), su deficientísima educación. Y no es que, en este último terreno, la situación de los varones sea exultante: según datos de 1998, el analfabetismo en adultos (ambos sexos incluidos) era del 52,9 % en Marruecos, del 46,3 % en Egipto, del 27,3 % en Siria... Sólo el 0,6 % de la población tiene acceso a Internet. A la vista de todos estos y otros muchos datos igual de desoladores, ¿cabe extrañarse de que casi la mitad de los adolescentes y los jóvenes árabes sueñen con emigrar, en busca de las oportunidades que sus países no les ofrecen?

Frente a tantos y tan graves problemas, hace medio siglo que el conflicto palestino-israelí sirve a los gobernantes árabes como cortina de humo y como coartada que justifica la tiranía, el subdesarrollo, la corrupción, la hipertrofia de los aparatos militares y policiacos. La 'agresión israelí' ha valido para distraer y manipular a las masas en todo el mundo árabe, para enmascarar los problemas cotidianos -sanitarios, educativos, laborales...- de sus gentes, para legitimar a unas camarillas encaramadas al poder casi siempre por la vía de la fuerza o de la intriga. Así, por ejemplo, mientras los súbditos más díscolos del anterior rey de Marruecos se pudrían en las cárceles, mientras los súbditos más desesperados del actual naufragan en las pateras, Hassan II presidió y Mohamed VI preside el Comité Al Quods, el organismo panárabe encargado de trabajar por la liberación de Jerusalén. ¿No sería prioritario para los marroquíes liberar antes otras cosas?

Nadie crea que, con esta reflexión, sugiero silenciar, olvidar o minimizar la tragedia incesante que tiene por escenario Palestina e Israel. En absoluto. Es sólo que, a mi juicio, la sombría situación del mundo árabe que el informe de las Naciones Unidas retrata sin afeites constituye una pieza muy importante y muy negativa en el contencioso del Próximo Oriente. Un mundo árabe más próspero, más educado, menos violento, menos discriminatorio para sus mujeres, social y culturalmente más secularizado y abierto -las cifras sobre el bajísimo número de libros traducidos al árabe son espeluznantes-, un mundo árabe libre de sus complejos de inferioridad material y tecnológica y seguro de sí mismo, sería mucho más proclive al entendimiento con Israel y a la convivencia pacífica y constructiva con Occidente.

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