Juntos, pero no revueltos
Vivimos un momento interesante. Acabamos de celebrar el vigésimo aniversario de la aprobación del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana y, al parecer, si los líderes de los principales grupos políticos logran ponerse de acuerdo y no priman -como tantas otras veces- los intereses partidistas sobre el interés general, tendremos un estatuto mejorado en el que la Comunidad Valenciana se aproximará a los llamados territorios históricos. No creo que ningún valenciano se atreva a cuestionar un proyecto como éste. La conciencia de que somos un territorio histórico y de que hace veinte años se nos marginó -fundamentalmente por nuestros propios pecados y por nuestra incapacidad para ofrecer una imagen de unidad- está muy viva entre los ciudadanos valencianos.
Sin embargo, no es tan seguro que también sean conscientes de esto los demás ciudadanos españoles y, menos aún, los jefes de fila de los dos principales partidos que, no nos engañemos, son los que a la postre darán luz verde al proyecto.
Y aquí nos enfrentamos a una dificultad muy seria que, me imagino, habrán tenido presente los analistas de cada grupo político. Porque en España lo del estado autonómico se ha planteado antes como una carrera de obstáculos que como una unión de territorios sustentada en la conciencia compartida de ventajas comunes. Cuando se habla de federalismo, parece ignorarse que los estados federales -como Alemania o como EE UU- surgieron al asociarse varios territorios que tenían lazos culturales y económicos previos en común, territorios que pactaron las reglas del juego en el momento fundacional. Por eso no se ha cambiado nunca, salvo para mejorarla a base de enmiendas, la Constitución norteamericana. En España no es así. En España el presunto estado federal no surgirá porque A, B, C, D se unan, sino porque E se desune en partes constituyentes, en A, B, C y D. Si, para colmo, A y B se desunen más que C y D, ya tenemos el memorial de agravios sobre la mesa. Así llevamos veinte años.
Por eso no se pueden comparar las actitudes de los länder alemanes con las de las comunidades autónomas españolas, en los foros regionales de la UE, por ejemplo. Aquellos no tienen problemas para representar a Alemania porque se sienten Alemania, puesto que la hicieron al caminar hacia la convergencia.
Éstas, las españolas, tienen todo tipo de reticencias a la hora de representar a España porque su dinámica histórica ha sido la contraria, caminan en sentido centrífugo y, como los cuerpos siderales del universo, se alejan cada vez más unas de otras. Tal vez por eso, tampoco resulte sorprendente que Stoiber, un conservador de Baviera, el más autonomista de los estados alemanes, tenga posibilidades reales de desbancar al socialdemócrata Schröder de la jefatura del gobierno federal, mientras que todos sabemos cuál fue el resultado de la operación reformista de Miquel Roca. En este contexto pesimista, lo peor, lo que de verdad debería preocuparnos a los ciudadanos valencianos es que, dentro de esta competición escolar por ser más autónomo que el vecino, llevamos las de perder, pues resulta inevitable que, al desplazarnos nosotros, se desplacen todos los demás. El estado de las autonomías es como un castillo de naipes. ¿De verdad se cree alguien que si nos convertimos en comunidad histórica, las comunidades que ya eran tenidas por tales no exigirán que les mejoren el título (y las competencias), por ejemplo que las hagan ultrahistóricas? Y los demás, los que hasta ahora formaron con nosotros el pelotón de los rezagados, ¿de verdad van a consentir que nosotros seamos históricos y ellos no? Al fin y al cabo, históricas, lo que se dice históricas (es decir, basadas en un reino o en una taifa medieval) lo son casi todas las comunidades españolas. Y en cuanto a la lengua propia, cuando no se tiene, se inventa (hay antecedentes, no quiero señalar a nadie). O sea que sospecho que lo decisivo no es lo que nosotros queramos, sino lo que otros, convertidos en perro del hortelano, que ni come ni deja, estén dispuestos a dejarnos hacer. Perdonen mi desánimo y que esté cantando las verdades del barquero. Es que, desgraciadamente, somos humanos y la política también lo es. Los niños basan su dinámica de grupos en la ley de la compensación: si se gratifica a un crío al que habitualmente no se premiaba, los premiados oficiales protestarán y pedirán más que él, mientras que los compañeros habituales de ese niño exigirán que los igualen con el colega. No creo que las comunidades autónomas, en vista de cómo se han comportado hasta ahora, funcionen de otra manera.
¿Acaso España no ha tenido nunca la experiencia histórica del federalismo, como la tuvieron Alemania y EE UU? Lo curioso es que sí y precisamente antes que ningún país occidental. España surgió como estado federal, fue un estado federal integrado por unidades como Castilla, como Navarra y como la Corona de Aragón.
Unidades que, a su vez, podían estar organizadas internamente de manera federal -es el caso de la Corona de Aragón- o no. En un principio las competencias autonómicas eran más o menos las mismas para cada territorio y sólo más tarde, al imponerse un modelo francés que no era federal, se obligó a todos los territorios a plegarse al orden jurídico (y a la lengua) de uno solo. Quiero decir con esto que el problema no es el federalismo, el problema es el federalismo de patio de colegio en el que estamos empantanados. Sospecho que si alguna vez se tuviese el coraje político de replantear España a la manera del siglo XVI, como un estado federal compuesto de unos pocos y grandes bloques históricos igualitarios, el hecho de que dentro del nuestro (dentro de un bloque que integrarían además Cataluña, Aragón y las Baleares) la situación específica de la Comunidad Valenciana fuese objeto de revisión resultaría un problema menor y, en todo caso, algo que se podría tratar. Pero, ¿para qué digo esto si todos sabemos que es imposible? ¿O no?
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
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