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Columna
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La estampita

Desaparecieron de las páginas de los diarios aquellas periódicas reseñas que trufaban las secciones de sucesos con el sabor arcaico de la más rancia picaresca española. 'Parece mentira que aún sigan ocurriendo estas cosas', decía, indefectiblemente, uno de cada dos lectores cuando recalaba en una nueva edición del timo de la estampita, y el otro comentaba refiriéndose a la víctima: 'Se lo tenía merecido por querer estafar a un pobre tonto'; el lenguaje políticamente correcto estaba en mantillas y aún no se decía deficiente mental o disminuido psíquico.

El timo de la estampita tuvo su mejor y más aleccionadora representación en la pantalla. Tony Leblanc, el tonto, y Antonio Ozores, el gancho, interpretaron en Los tramposos una versión inimitable de este entremés casi cervantino en la venerable tradición del Patio de Monipodio. La escena tenía lugar junto a la estación de Atocha, punto de llegada de forasteros y rústicos incautos, 'paletos' según la rotunda, y ofensiva, jerga madrileña. La película, infravalorada por la crítica intelectual, caló en el subconsciente colectivo. Los antihéroes de Los tramposos exhibían con singular gracejo y mucha labia todo un surtido de timos y estafas de viejo y nuevo cuño, del timo artesanal de la estampita a la sofisticada estafa de los turistas reclutados casi a la fuerza frente al Museo del Prado y embarcados en un tour surrealista por Madrid y sus alrededores, con asistencia a típico entierro español y trasbordo, costumbre típica de Medina del Campo, como apostillaba Tony en un discurso que fluctuaba entre el disparate puro y la gramática parda.

'En España', peroraba Tony Leblanc junto al mostrador de una taberna del Puente de los Franceses, 'en España hay dos tipos de vino, vino tinto y vino blanco, y también hay dos clases de personas que beben vino, los que beben vino en las comidas y los que beben vino antes de comer, que esos casi nunca van a comer a casa'.

A los tramposos de la película les redimía al final el guión proporcionándoles un empleo ¿honrado? en una empresa presuntamente legal en la que podrían seguir exhibiendo su labia castiza y sus mañas de birlibirloque sin riesgo aparente de volver a pasar una temporada a la sombra en la prisión de Valladolid: 'Valladolid se parece mucho a Sevilla, está llena de rejas por todas partes', escribía uno de ellos en una postal enviada a la familia.

Los timos de la estampita, el tocomocho o el nazareno parece que han desaparecido de las páginas de sucesos, pero puede ocurrir que simplemente hayan evolucionado y sofisticado hasta tal punto que ahora haya que seguir su rastro tramposo en las páginas financieras y bursátiles y en las secciones de economía.

Los tramposos aprendieron mucho y rápido en el mundo de la empresa y pasaron del timo con boina al delito de cuello blanco; hoy el auténtico Patio de Monipodio es el parqué de la Bolsa, donde Rinconete y Cortadillo se llaman Prado y De la Rosa, Camacho y Giménez-Reyna, una larga retahíla de nombres en la que figuran ecónomos eclesiásticos, aristócratas ociosos, funcionarios corruptos y banqueros desalmados.

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El timo más frecuente en los patios de las finanzas no es más que una variante virtual de la estampita. En el timo clásico, el tonto enseñaba rápidamente al primo un abultado sobre aparentemente repleto de billetes verdes, y su cómplice, el listo, le convencía para estafar al idiota haciéndose con su falso tesoro. La transacción sacaba a flote los peores instintos del timador timado, que acababa perdiendo sus ahorros de toda la vida y se encontraba entre las manos con un montón de recortes de periódico en un fajo enmarcado entre dos billetes auténticos.

Los bonos, las acciones y los certificados de Gescartera, del Gran Tibidabo, o del Gran Tocomocho, aquellas estampitas virtuales que ofrecían paraísos fiscales para inversores sin escrúpulos se han convertido en recortes y recortes de periódicos que las víctimas coleccionan para mortificarse con el recuerdo de desvanecidos futuribles y lavar los pecados de su dinero ennegrecido y opaco. Pero esta vez los timadores ya no cuentan con la secreta admiración de un público que ni ríe sus gracias ni se compadece de los desgraciados que cayeron en la trampa.

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