Paul Rand: una lección para comunicadores visuales
No hace muchas semanas, casualmente, visité una modesta exposición antológica del diseñador gráfico Paul Rand en el rudimentario, festivamente extravertido y antiinstitucional Eisner Museum of Advertising & Design de Milwaukee. Paul Rand (1914-1996) debe de ser uno de los representantes más significativos del vuelco estético que se produjo en el grafismo americano de la posguerra, que logró un alcance mundial en los años sesenta. Su obra es muy conocida a pesar de que el grafismo suele presentarse de manera bastante anónima para el público general. Pero todos recordamos algunos logotipos que todavía subsisten con éxito en todo el mundo, como los de IBM, UPS, ABC, Westinghouse, Cummins; anuncios como Dubonnet, El Producto, Dunhill; revistas como Architectural Forum y Esquire, y una gran variedad de libros -el primero fue The cubist painters, de Apolinaire- que impusieron un cambio radical en la tipografía. Como en casi todos los campos del diseño americano, su obra empezó incorporando las tendencias que ofrecían las vanguardias europeas de entreguerras y, aunque introdujo cambios muy imaginativos al servicio de una nueva manera de comunicar nuevos contenidos, mantuvo siempre lo que podríamos llamar la exigencia funcional, el orden, la legibilidad inmediata y la expresión evidente del contenido, principios que arrancan de las enseñanzas de la Bauhaus y de las experiencias del constructivismo, y que daban un resultado eficaz en la información de los productos comerciales que estaban invadiendo el expansivo mercado americano.
Rand publicó varios libros como resumen de sus reflexiones sobre el diseño que tuvieron influencia en todo el mundo, sobre todo el primero, Thougts on design (1946), y que marcaron incluso las bases prácticas de una teoría general. En 1951 ya se atrevió a resumir los 13 principios para una doctrina del diseño en general y especialmente del diseño de libros, con un tono polémico de ironía circunstancial, en los que se establecía la exigencia funcional, la legibilidad, la sensibilidad formal de una nueva composición comunicativa.
La lectura de estos textos y, sobre todo, la comprensión de su extensísima obra -solo mínimamente referida en la exposición de Milwaukee- parecen hoy propuestas y testimonios quizá frívolamente superados por la mayoría de los jóvenes grafistas de todo el mundo. La comodidad de lectura y la comunicación del contenido parece que han dejado de ser objetivos fundamentales en la composición de los libros, los anuncios, los logos y, en general, en todo el grafismo que se presenta como moderno e innovador. Me desespera ver tantos anuncios en la televisión en los cuales, después de aguantar una historieta banal, no llego a enterarme qué marca de coche o qué producto cosmético intentan vender. Me incomodan esos libros ilustrados a toda página en los que el tema interesante está precisamente escondido en el pliegue de las dos hojas. O esas tipografías de pictorismo neoplástico que no permiten adivinar dónde empieza cada punto y aparte. Me exasperan esos mandos a distancia que lo dominan todo a partir de unos pictogramas minúsculos, imperceptibles, cuyo significado sólo puede alcanzarse organizando y memorizando un absurdo sistema de códigos que ni siquiera son evidentes: un círculo con palito y otro sin palito, dos círculos con una flecha, un cuadrado oblongo con tres rayas con un interrogante o una x o una i, un dibujo que parece la sección delineada de un albañal, un rombo con flecha y sin flecha, una extraña secuencia que recuerda el desaparecido Morse, etcétera. Todos estos trazos quieren decir cosas tan simples como poner en marcha, apagar, informar, abrir el texto, ampliar o reducir el sonido, cambiar de programa, etcétera. ¿Tan equivocado sería utilizar como en los buenos tiempos la letra escrita en vez de esas imágenes crípticas? ¿Hay que seguir aceptando aquella cursilería anticuada que afirmaba ingenuamente que una imagen valía más que mil palabras cuando las imágenes ya no son más que un segundo lenguaje mucho más críptico que el tradicional sin ninguna referencia visual interpretable? Estamos en camino de perder la eficacia de la letra y, al mismo tiempo, la presunta eficacia de la imagen directa. Ya nos hemos acostumbrado a distinguir un lavabo femenino y un lavabo masculino con el esquema de una persona con faldas y otra con pantalones, un lenguaje que ya no tiene nada que ver con la realidad, que sólo se puede recuperar con el viejo uso de las inscripciones tipográficas. Y ese cambio de lenguaje acaba incluso estropeando los instrumentos cuya misma forma explicaba y facilitaba la función. Los mandos rotatorios de las viejas radios para la sintonía y la intensidad explicaban muchas más cosas que esos botones que no se relacionan con su función si no es añadiéndoles unos pictogramas incomprensibles.
La obra de Rand es en este sentido ejemplar. Nunca abandonó el protagonismo de la letra bien situada y bien dibujada, legible y, al mismo tiempo, cargada de significados estéticos. Sólo una vez se permitió una licencia que era en realidad una ridiculización del uso descalabrante de la imagen, cuando dibujó una variante del logotipo de IBM con la secuencia de la representación figurativa de un eye, una bee y, al final, la M barrada tradicional que él mismo había utilizado en la versión auténtica.
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