El revólver
Hace algunos años, Juan y yo éramos comunistas y seguíamos a Julio Anguita por las calles de Córdoba. Es decir, nos lo cruzábamos en una esquina por la que previamente suponíamos que debía de pasar y caminábamos detrás de él, a una distancia más o menos prudente, para no provocarle motivos de sospecha: sabíamos que no era hombre dado a las efusividades y por eso jamás se nos ocurrió interferir en su paseo diario para declararle nuestra conformidad con su ortodoxia y sumarnos a su estricto concepto de las leyes del marxismo-leninismo. Había algo de asceta, algo de filósofo trágico en el rostro de aquel hombre y su barba oriental que nos hacía seguirle un día y otro, tal vez con la esperanza de que su mera visión acabara por contagiarnos la grandeza política que le suponíamos y que había cohesionado a una izquierda disgregada, defectuosa, hecha añicos. Lo que jamás pudimos suponer Juan y yo en aquellas persecuciones es que Anguita, en el neceser donde también llevaba las llaves y la medicación para el corazón, ocultaba una pistola. No sé si de haberlo sabido habría variado nuestra percepción del gran hombre, pero ahora que me he enterado no dejo de dar vueltas a los dos elementos del binomio, Anguita y el revólver, sin conseguir una fórmula satisfactoria que los una del todo. Según declara, llevaba la pistola siempre consigo con objeto de proteger su integridad personal; me lo imagino durmiendo en su alcoba, con el arma en el cajón de la mesilla, amartillada para atajar cuanto antes algún inconveniente que pudiera surgir: y lo veo en las bodas, en los bautizos y tomando unas cervezas con unos compañeros, con ese aparato escondido en su estuche, aquella cosa providencial que podía salvarle de la traición de un amigo. Anguita llevaba pistola para protegerse: esto da una idea de lo peligroso que se ha vuelto el ejercicio de la política en los últimos tiempos.
Muchos como yo no hubiéramos sabido nunca de esto si no fuera porque el otro día, precisamente mientras el viejo dirigente izquierdista paseaba por las calles del centro de Córdoba, un delincuente de poca monta le arrancó el estuche de un tirón y se llevó las llaves, la medicación y la pistola. De golpe, la peligrosa severidad que había adquirido su figura con ese trozo de metal en la mano queda despojada, y vuelve a ser el hombre indefenso de la calle al que se puede quitar un arma por las buenas, de un mero manotazo. Sigo imaginándome al plácido y bueno Anguita sobre su almohada, preocupado ahora por la pérdida del revólver, tratando de calcular en qué suburbio de qué ciudad se hallará en este mismo momento, en qué mano agitada por la tensión o el hambre, colaborando en la causa de qué asesinato, atraco o ruleta rusa. Tal vez le pesen en la conciencia futura todos los actos que esa cosa metálica tiene que perpetrar, las intimidaciones, el dolor, la vergüenza, como si él hubiese sido un tutor desatento, un padre que no se preocupó de corregir los desmanes de su hijastro. Y por fin entiendo qué es lo que debe de angustiarle de veras y por qué guardaba una pistola en su mesilla de noche, junto a la cabecera de la cama: no para protegerse del mundo, contra el que una pistola poco puede, sino para proteger al mundo de ella.
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